sábado, 18 de abril de 2015

Lecturas al azar

Hace alrededor de veinte años estaba conduciendo por una carretera de Minnesota. Al pasar por un pueblo de cuyo nombre quisiera, pero no puedo acordarme, vi que la biblioteca pública anunciaba un remate de libros. Me detuve y entré.

Como ya estaban a punto de cerrar, habían cambiado el sistema de venta de los libros. Pagué cinco dólares por el ingreso. Me dieron una caja de cartón y me dijeron: “Todo lo que quepa en la caja, es tuyo”. Si hubiese sido de un bufet de pizza me habría parecido un buen negocio; pero no me sentí muy cómodo tratando los libros como mercancía a granel.
La escena en el salón de lectura tenía más de rapiña después de un huracán que de congregación de lectores. Sobre las mesas aún había pilas de libros, pero se podía ver cómo desaparecían saqueadas por familias que habían entrado con cinco o más cajas, sin que siquiera leyeran los títulos.

Me uní a los pocos que mirábamos rápidamente las portadas para hacer una selección.
Luego de un rato salí con la caja casi vacía. Apenas eché seis libros, pero seis libros que sí pensaba leer. Dos eran ensayos antiguos sobre el arte de la novela. Otro era Volpone, de Ben Johnson. Mi prima Raquel, de Daphne du Maurier, novela que había leído cuando era niño en una condensación del Reader’s Digest. También dos antologías de poesía norteamericana.

Regresé la caja, puesto que no me hacía falta. La bibliotecaria debió suponer que no había comprendido el alcance de la gran oferta y me recordó que podía llevar más libros. En una mínima conversación me comentó que habrían de destruir los libros que sobraran. La biblioteca ya no tenía espacio para ellos, pues debían hacer lugar para todas las novedades. Además, los libros desechados llevaban cinco años sin que nadie los solicitara.
Con tantos títulos que se publican cada año, es natural que muchos terminen en la basura; o en estantes donde conservarán su virginidad. Pensé en esas familias Burrón que habían echado con los ojos cerrados cinco o seis cajas repletas de libros. Los imaginé en casa repasando su nueva biblioteca y dándose cuenta de que no les seducía prácticamente nada de lo que habían comprado por kilo. Y tendrían que hacer con ellos lo que la biblioteca no hizo: tirarlos.

Ahora me puse a pensar qué hubiera pasado si en aquella ocasión, en vez de elegir libros, hubiese dejado las cosas al azar. Confeccioné un generador de libros aleatorios, y lo puse en práctica con Amazon. Confiando en la Diosa Fortuna, estos habrían sido mis seis libros:
• Morfología de la naturaleza: un atlas del aspecto y la forma de los dientes, de Shigeo Kataoka.
• Cuando una mujer ama a un hombre: al acecho de su corazón, de James Ford.
• Tablas de los logaritmos comunes de números y funciones trigonométricas hasta seis cifras decimales, de Bremiker.
• Cara a cara con el Padre: una crónica de los hombres y mujeres que vieron el rostro de Dios y sobrevivieron, de Russell Walden.
• Schmidt retrocede: una novela, de Louis Begley.
• Manual para jugar Dungeons and Dragons, del Wizards RPG Team.

Como se ve, el azar no es buen consejero para hacerse de libros. Sin embargo, por mera ley de probabilidades podría aparecernos una obra maestra. Y eso ya es más de lo que ofrecen las listas de best sellers.

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