viernes, 30 de mayo de 2014

México en Polonia

Cuando vine a vivir a Polonia, hace cinco años, pensé que México había quedado muy lejos. Lo cierto es que se aparece por todas partes.

De un tiempo para acá consigo maseca en una tienda llamada Kuchnia Swiata, o sea, Mundo de la Cocina. Ahora domino el arte al punto de que mis quesadillas son mejores que las del mercado de Coyoacán. También hay cada vez más chiles, moles y otras linduras de nuestra gastronomía.

Con frecuencia, cuando voy a la tienda por leche o cerveza, me topo con Marek Keller, quien fuera pareja de Juan Soriano. Marek ha montado en las afueras de Varsovia un jardín escultórico con una gran cantidad de obras de Soriano, el cual es favorito para las visitas escolares.

El pasado 21 de marzo recibí una invitación de la Szkola Benito Juareza para atestiguar los eventos en conmemoración del único hombre que no tuvo nacimiento sino natalicio. Alumnos y maestros conocían muy bien la historia del benemérito. Se cantaron canciones mexicanas y también el himno de la escuela, que era una oda al buen Benito.

Hace unos meses llegó el buque escuela Cuauhtémoc. La galanura y labia de los marinos mexicanos los volvieron los favoritos de las chicas en la playa, cosa que no aceptaron de buen grado algunos hooligans celosos.


Fui a la ópera a ver y escuchar Rigoletto. El duque de Mantua, el que canta “La donna è mobile”, era el mexicano Víctor Campos Leal. Enrique Diemecke estuvo hace unos días dirigiendo la filarmónica de Lódz. En agosto, Sergio Cárdenas vendrá a Gdansk a dirigir la Filarmónica de Cámara de Polonia.

Abro la revista Ksiazki de este mes y me encuentro con reseñas de libros de Myriam Moscona y Jorge Volpi.

Aunque Pitol vivió en Varsovia hace ya una buena cantidad de años, su huella sigue presente y se siguen alzando copas para brindar por él.

Acá vive desde hace veintitrés años el gran poeta y traductor Gerardo Beltrán. Quien es el principal responsable de que podamos leer en español a Wislawa Szymborska y otros poetas polacos.

El mes pasado estuvo Javier Garciadiego, director de El Colegio de México, para dar una conferencia sobre Octavio Paz. Desde hace una semana está aquí con el mismo propósito paceano Jorge F. Hernández, querido amigo y colaborador en este mismo periódico.

México fue invitado a la feria del libro de Varsovia que terminó este domingo.

También estuve en una exposición de fotografías y documentos en el Parlamento polaco en la que se conmemoraba un evento poco conocido de la Segunda Guerra Mundial: el largo periplo que hicieron mil quinientos polacos que huían de la violencia y se establecieron en la hacienda de Santa Rosa, en Guanajuato.

Por la calle pasan muchos camiones revolvedora de Cemex. Me entero de que el empresario regiomontano Fernando Turner instaló una planta de Katcon en las afueras de Varsovia. Cada vez que cruzo el puente Poniatowski pienso en nuestra Poni.

No pasa un día sin que se me aparezca México de un modo u otro: en la mesa, en la literatura, en la música, en las conversaciones o de carne y hueso. Siempre es el México bonito, amable, sabroso, inteligente, amoroso. Muy distinto al que cada día se deja ver en los periódicos.

jueves, 22 de mayo de 2014

Libro, chile y tequila

El hambre es cosa natural en todos los animales. El ser humano la siente y trata de saciarla. Sin embargo, en los placeres de la mesa hay sabores que no se aprecian de manera natural y el gusto por ellos ha de aprenderse.

Es difícil que alguien sienta placer al enfrentarse al picante por primera vez; el goce viene con el tiempo y la costumbre. Lo mismo suele pasar con el cigarro o el alcohol. Por eso lo normal es que los animales ni fumen ni se emborrachen ni coman chile.

Que a los griegos les guste el ouzo y nosotros prefiramos el tequila es un asunto de tradición, un aprendizaje del paladar. Si bien, es más fácil que un griego aprecie el tequila a que un mexicano disfrute el ouzo.

La primera vez que en Polonia comí pato con salsa de arándanos me pareció una aberración. «A la carne no se le pone mermelada», dije. Pero hoy disfruto la combinación de ciertos sabores de frutas del bosque con carnes de animales también silvestres como el pato, ganso, conejo o jabalí. Ya no soy el regio monotemático que solo es feliz con su arrachera.

En India se entusiasman por el críquet, mientras que a la mayoría de nosotros nos parece un deporte poco apasionante. Antes de la era de la televisión, México tenía bien definidas sus zonas futboleras y beisboleras.

Aunque hoy hay muchas mujeres que se aficionan por el futbol, en otra época esta educación llegaba después del matrimonio, cuando algunas se sentaban con el marido a compartir las sesiones dominicales frente al televisor. Primero aprendían los rudimentos del juego, luego se solidarizaban con el equipo del cónyuge, al final se entusiasmaban por propia cuenta y acababan ellas por acaparar el sofá del séptimo día.

¿A qué viene esto? Son meros argumentos para respaldar la idea de que el  gusto por la lectura ha de venir también por asimilación, costumbre, moda o tradición.

Se sabe que buena parte de los lectores nacieron en una casa con libros, donde veían leer a sus padres y hermanos, donde se conversaba en la mesa sobre la experiencia lectora. Eso lo sabemos muy bien. Lo que desconocemos es cómo duplicar dicho ambiente en las escuelas. Si pretendemos hacerlo con maestros iletrados seguiremos fracasando, y sin embargo de aquí a muchos años esa será la situación en las escuelas. Así, antes de que la situación mejore, va a empeorar.

Por eso causa ternura ver cómo se movilizan muchas personas para formar grupos de lectura, por cuenta propia o apoyados por algún presupuesto oficial, para dar un poco de lo que la escuela no ofrece; todo con un desinterés religioso. Pero estos grupos llegan a un fragmento de la población, y no tienen cautivos a sus miembros durante seis horas al día.

Los mejores resultados para atraer y crear lectores no han llegado por vías oficiales, sino por el acierto de personas como J. K. Rowling, Stephenie Meyer, Dan Brown y el propio Paulo Coelho. Si bien, no todos los que se acercan a esos libros pasan a ser lectores habituales ni todos los lectores desarrollan sus horizontes.


Hoy por hoy, el único país que tiene la lectura, el libro y el escritor en el centro de su vida es Islandia. Si nuestras autoridades de educación y cultura no están estudiando el caso de los islandeses, de una vez que presenten su renuncia.

viernes, 16 de mayo de 2014

Medicina y literatura

Los avances médicos nos han dado posibilidades de una mejor vida, o al menos más larga, pero al mismo tiempo han deteriorado la literatura.

Si un moderno Tolstói escribiera La muerte de Iván Illich, no haría un diagnóstico al tanteo de que el hombre padece de riñón flotante, más bien nos haría peregrinar por montones de laboratorios, consultorios y hospitales, al modo de Philip Roth. Tan solo en su novela Patrimonio, Roth nos habla de la parálisis de Bell, un tumor masivo, neurocirujanos, resonancia magnética, radiólogos, una gran masa tumoral localizada principalmente en la región del ángulo pronto–cerebeloso derecho y la cisterna prepontina homolateral, con extensión al seno cavernoso derecho y compromiso de la arteria carótida, deterioro evidente del ápex pétreo, desplazamiento y compresión significativo del pons y del pedúnculo derecho del cerebelo, órgano bulboso, pabellón de oncología, tallo cerebral, parálisis cerebral, tumores benignos y malignos, quirófano, pabellón de convalecientes, cáncer… y apenas voy en la página diez.

Así, mientras la de Tolstói es una historia sobre un hombre que se ve abandonado por la familia, por el mundo, por la vida y hasta por los doctores; la de Roth es un relato excesivamente médico que acaba por desplazar los temas de que supuestamente se ocupa: la relación de un hijo con su anciano y enfermo padre. Al promoverla como “una historia verdadera”, se ocupa más de la verdad que del arte.

Ni La montaña mágica de Thomas Mann, cuya historia ocurre en un sanatorio, se consagra tanto a los asuntos medicinales.

La tuberculosis fue la enfermedad más romántica del romanticismo. La lista de narradores que se ocuparon de ella es muy larga, casi tanto como de personajes que la padecieron. Chéjov la trató como médico, escritor, paciente y difunto. Los médicos recetaban resignación a los pobres y viajes a Suiza para los ricos.

Precisamente de un sanatorio en Suiza llega el príncipe idiota de Dostoievski. En cambio su Katerina Ivánovna no tiene dinero para esos lujos. Muere patética y trastornada luego de obligar a sus hijos a cantar la versión original francesa de “Mambrú se fue a la guerra” en calidad de limosneros nobles, ya que “lo principal es que como está en francés, no tendrán más remedio que comprender en seguida que somos nobles y así se conmoverán más”.

Con la medicina moderna, Flaubert no habría podido cercenarle la pierna a Hippolyte; pero en caso de necesidad, un autor alla Roth le habría dedicado tantas líneas a los detalles de la amputación que se habría olvidado de que la atención debía estar en la vergüenza de Charles Bovary, en la mirada entre cruel, rencorosa y piadosa que le dedicaba Emma, confirmando una vez más cuán mediocre era su marido.

Don Quijote muere como solía morir la gente: en casa, no en un hospital; rodeado de su gente, no de enfermeras.


Comparando las enfermedades y la lucha contra ellas en las novelas del pasado y las contemporáneas, se puede ver que la medicina le ha dado dignidad a la vida, pero se la ha quitado a la muerte.

viernes, 9 de mayo de 2014

Si yo fuera futbolista

Supongo que estaría en la banca de algún equipo segundón. Pero vamos a imaginar que tuviera las habilidades para ser una estrella en Europa.

Antes que nada le pediría a mi entrenador que me permitiera jugar solo en casa, pues detestaría tanto viaje instantáneo, sin tiempo para visitar las ciudades, sus museos, mercados, catedrales y demás sitios. ¿Vamos a jugar contra el Paris Saint–Germain y no puedo visitar el Museo de Orsay? ¿Vamos contra la Fiorentina y no puedo ver la galería Uffizi? ¿Contra el Chelsea y no tengo entradas para Hamlet?

No me gustaría pasar frente a un bar y descubrir a un grupo de escritores bebiendo. Saber que ellos alcanzan con el alcohol el clímax en sus discusiones; en cambio a mí, pobre futbolista, ídolo de la juventud, ejemplo para los niños, alguien me tomaría una fotografía para acusarme en los medios de ser un irresponsable solo porque me vieron con una botella de tequila.

Además los miraría con envidia, pues debe haber al menos sesenta escritores mexicanos jugando en la liga literaria europea, mientras que ¿apenas cuántos futbolistas hay? Si bien, me conformaría al saber que mucho más gente en México estaría pendiente de mis hazañas que de las de ellos.

Aprendería un poco de los libros para huir del lugar común, pues ahora en la conferencia de prensa tras un triunfo solo sabría decir: “No hay que echar las campanas al vuelo”, y tras una derrota: “Hay que echarle ganas”. En ambas situaciones conjugaría el verbo echar.

Mejor, tras un triunfo, soltaría alguna cita cervantina como “y tanto el vencedor es más honrado, cuanto más el vencido es reputado” o luego de una derrota podrían venir las palabras del buen Sancho: “Y en estas cosas de encuentros y porrazos no hay que tomarles tiento alguno, pues el que hoy cae puede levantarse mañana, si no es que se quiere estar en la cama, quiero decir, que se deje desmayar, sin cobrar nuevos bríos para nuevas pendencias”.

En el campo me costaría obedecer al entrenador y no criticarlo cuando me sentara en la banca, pues nunca he entendido por qué en la vida política defendemos la democracia pero aceptamos las dictaduras en las instituciones. No me gustaría hacer tiempo cuando vamos ganando. Procuraría aguantar el dolor de manera viril, sin andarme revolcando en el suelo como niño malcriado cada vez que me dan una patada. Recordaría que ese comportamiento es inaceptable en el futbol llanero. Me daría vergüenza necesitar porras para hacer mejor mi trabajo.

Supongo que uno de tantos entrenadores que no acaban de dominar su oficio me llamaría para ir al mundial de Brasil. Iría, por supuesto, aunque sin acabar de entender por qué el gobierno de un país decide comprometer su situación económica para organizar unos partidos de futbol que suelen ser por demás aburridos. Tanto así que a veces lo más memorable es darle a alguien un cabezazo en el pecho o meter un gol con la mano o una atractiva muchacha en el público.

Además, un mundial es una fiesta anticlimática. Cuando comienzan las eliminatorias hay más de doscientos de países interesados. Para cuando llega la final, solo restan dos.

Yo no lo sé de cierto, pero supongo que si fuera futbolista querría ser escritor.

viernes, 2 de mayo de 2014

Sofía

Si alguna persona de intelecto medio se mete en un aula universitaria donde se discuten asuntos físico–matemáticos y después en otra donde se habla de filosofía, es probable que entienda mejor lo que ocurre en la primera. Lo que es más, se quedará con la sensación de que los números sirven para algo, pero ¿de qué diablos hablaban los otros?

Más fácil es entender el teorema de Pitágoras que sus ideas sobre la transmigración de las almas o la prohibición de comer frijoles.

Es más accesible el cálculo diferencial de Leibniz que su concepto de mónadas. Supongamos que entramos al tal salón de clases cuando el buen Bertrand Russell dice: “Leibniz creía en un número infinito de sustancias, que llamó mónadas. Cada una de éstas tendría algunas de las propiedades de un punto físico, pero solo cuando se las consideraba abstractamente; de hecho, cada mónada es un alma. Esto procede, naturalmente, del hecho de rechazar la extensión como un atributo de la sustancia; el único atributo restante, esencial, posible parecía ser el pensamiento. De este modo, Leibniz se vio arrastrado a negar la realidad de la materia y a sustituirla por una familia infinita de almas”.

Cuando los filósofos hablan de las posibilidades de conocer algo, de la diferencia entre una palabra y su significado, de la esencia de las cosas, de las causas últimas o razones suficientes, del mal como un defecto de la razón, del tiempo, del ser, de la relación entre ambos, de la prueba de que existimos y tantas otras cosas, la gente de mente apática suele decir que se pierde el tiempo. Y sin embargo, buena parte de estas discusiones filosóficas le llegan a todos por contagio.

En una misa de muerto, la gente reza por el alma del difunto sin darse cuenta de que la idea de un alma inmortal nos viene mayormente de Platón y otros filósofos griegos, no de la Biblia. La gente cree en dios sin conocer la prueba ontológica de San Anselmo; piensan que dios sabe lo que hace sin asumir las ideas de Leibniz sobre el mejor de los mundos posibles. Los creyentes se ven en un lío para explicar el libre albedrío contra la mano del omnipotente porque la propia teología no lo ha resuelto satisfactoriamente.

Buena parte de quienes marchan al Zócalo, jamás han leído a Locke, Hobbes o Rousseau, y sin embargo están ahí para exigir el cumplimiento de un contrato social. Deshacerse del derecho divino de los reyes o de la inmovilidad social también costó mucha filosofía, aunque aún haya reyes y millones de personas vivan como predestinados en el entorno socioeconómico en que nacieron.

Muchos pueden armar una lógica básica sacando conclusiones con dos premisas, aunque a la mayoría les falle la cabeza para distinguir entre premisas verdaderas, falsas y probables.


La diferencia entre entrar al aula de físicos y la de filósofos es que el ignorante se queda callado ante los primeros, pero siempre querrá opinar y juzgar a los segundos aunque nada entienda, pues filosofar,  como cantar, es algo que todo mundo intenta y cree que lo hace mejor de lo que en verdad lo hace. Basta un par de cervezas para que alguien quiera dar su “original” punto de vista sobre los asuntos profundos del ser humano sin que se acerquen, ni remotamente, a lo que ya se dijo hace dos mil quinientos años.