viernes, 19 de diciembre de 2014

Lexicón


Por los tiempos y las costumbres que corren, solemos leer y pronunciar la palabra “corrupción” todos los días. El diccionario de la RAE le da protagonismo al significado más popular, aunque con una redacción muy pobre: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.

En cambio, allá en el siglo XVIII, cuando se publicó mi querido Diccionario de autoridades, la definición no invocaba asuntos legales o éticos. Y sin embargo daba mejor en el clavo: “Putrefacción, infección, contaminación y malicia de alguna cosa, por haberse dañado y podrido”. Cualquiera diría que estaba hablando de nuestro sistema político.
Covarrubias es más moralino y dice que “corromper a la doncella es quitarle la flor virginal” y, por lo tanto, “corrupta” es “la que no está virgen”.

Se dice que Cervantes es el escritor que más palabras distintas utilizó en español. Sin embargo, en su Quijote no aparece la palabrita de marras en ninguna de sus variantes.
Hoy hemos visto que el vocablo “casa” va de la mano con “corrupción” y es que los políticos tienen debilidad por poseer una aquí y otra allá, en el país y en el extranjero, con jardín y en condominio, en las montañas y junto al mar. Siempre, por supuesto, en zonas que los agentes de bienes raíces llaman “sector exclusivo”.

Covarrubias publicó su diccionario en 1611. En ese entonces, difícilmente irían juntas estas dos palabras, pues según él, “casa” era: “habitación rústica, humilde, pobre, sin fundamento ni firmeza, que fácilmente se desbarata”. Poco más de cien años después, el Diccionario de autoridades ya reconocía que una casa era cualquier edificio hecho para habitar en él.
El caso es que estos eruditos del pasado no nos entenderían si les habláramos de otros manjares que nos está cocinando este gobierno. “Devaluación” y “devaluar” apenas entraron en el DRAE en 1970. Y si les habláramos de inflación, no podrían imaginarse sino “el efecto de hincharse una cosa con el aire”. No les preocuparía que el petróleo bajara de precio, pues apenas se trataba de un “aceite que resuda de las piedras, por lo que se le dio este nombre. Es muy medicinal”. Por supuesto nada podían imaginarse de las tropelías de los líderes sindicales, puesto que no había sindicatos como hoy los conocemos, sino una mera “reunión de síndicos”.

A mediados del siglo XIX los diccionarios ya recogen la acepción de escuela normal “porque estos establecimientos deben servir de norma o modelo para los demás de su clase”. Por su parte, el secuestro aparecía tan solo con su acepción legal de “depósito judicial que se hace en un tercero de alguna alhaja litigiosa, hasta que se decida a quién pertenece”. Al discutir sobre el secuestro de una mujer, tal como hoy lo entendemos, Sancho Panza menciona que hay que “roballa y trasponella”. Si en aquel entonces alcanzaban a imaginar algo llamado “desaparición forzada” tendría que ser un acto de la ira divina.


Un lingüista me dijo que una lengua siempre dice lo que los hablantes necesitan decir. Muy cierto. Los últimos años han traído montones de neologismos que tienen que ver con la violencia porque necesitamos hablar de ella. Esperemos que muchos de ellos sean meras palabras de ocasión y que mañana no nos hagan más falta y que el grueso Diccionario mexicano de violencia, corrupción y actividades afines vaya perdiendo páginas hasta quedarse en mera papeleta.

viernes, 12 de diciembre de 2014

Televisos de clóset

Esta semana le llovieron las críticas a Peña Nieto por decir que Televisa es motivo de orgullo para los mexicanos. Y sin embargo no está lejos de la realidad. Ahí están los ratings para darle la razón, ahí están también las utilidades de la empresa. Ahí está el embobamiento de muchísimos mexicanos para certificar las horas–televisión que arruinan las neuronas. Ahí están los estudiantes que se plantan frente a las oficinas de la televisora para condenarlos por una u otra cosa al tiempo que exhiben buen conocimiento de la programación. Ahí están las grandes cantidades de televisores de enormes pantallas que se vendieron en este Buen Fin, así sea con tarjetas de crédito que acabarán por quitar el sueño. También está el Teletón que siempre junta la lana que quiere y tiene la audiencia que busca a pesar de tantas voces que lo critican o fingen criticarlo. Basta detenerse frente a un multifamiliar por la noche para mirar las incontables ventanas que destellan luces de televisión. Basta ver el éxito de la columna de Álvaro Cueva en este periódico porque con sus críticas le da a los televisafílicos la ilusión de que son televisafóbicos. Además, ahora hace sus comentarios delante de una cámara porque sus seguidores se sienten más cómodos en formato televisivo. ¿Cuánto revuelo hubo por la muerte de Chespirito, un comediante que hizo carrera a base de repetirse? Y sus seguidores siempre estuvieron encantados de reírse pávlovianamente. Es obvio que quienquiera que lo llamó Shakespearito no había leído a Shakespeare. Hoy es dificilísimo encontrar un café o bar o restaurante donde no haya televisores en cada pared. Esos lugares fueron en una época sitios para el debate intelectual; hoy son una extensión de la intriga contra el pensamiento. 
¿Por qué quienes tienen más seguidores en Twitter son personajes de la televisión? No ha de ser porque hacen los comentarios más brillantes. Así, buena parte de los que critican a 
Televisa son televisos de clóset o televisos de doble moral o meros hipócritas. Ahí están pendientes de los noticieros, las telenovelas, las series y el futbol. Si se les pregunta por qué ven tanta porquería, responden: “Porque no hay otra cosa”. Y no vale que quienes tengan cable digan que ven otros canales, porque al final de las sumas y restas, todos son la misma gata. El televisor es la caja idiota, pero cuando se pasan tres, cuatro, cinco o más horas delante de ella, se convierte en la caja idiotizante. Por eso la televisión es el sitio para que los políticos cuenten sus mentiras y suelten frases que no dicen nada. La televisión es el espacio que no se le abrió a Carlos Monsiváis porque lo consideraban muy feo y en cambio elige la pendejez blanquita y bonita, justo lo que busca la gente aunque diga lo contrario. Televisa no quiere que la quieran, quiere que la vean. Entonces, digan ustedes que no la aman, pero háganlo solo de palabra, porque los hechos indican otra cosa. Denosten a sus actores, cantantes, comentaristas, conductores y directivos, pero síganles haciendo el juego. O súmense a unos pocos que nos deshicimos del televisor, que en su lugar tenemos un estante con libros, porque la alternativa no es otro canal, sino precisamente un libro. Y sí, escribí todo este texto de corrido para que a los amantes de la televisión les dé pereza leerlo.

viernes, 5 de diciembre de 2014

¡Fuera Toscana!

Cada semana debo entregar esta columna los días lunes o, a más tardar, el martes. Supongamos que se me pasan las fechas y el miércoles me escribe el editor para apremiarme a que le envíe el texto. Llega el jueves y todavía no se me ocurre un tema para la toscanada semanal. El viernes, ante la presión editorial, me viene una idea bajo la influencia de nuestro gobierno federal: en vez de escribir la columna, voy a redactar un decálogo sobre cómo escribir la columna.

Tiene que ser decálogo, pues el número nueve o el once suelen ser poco atractivos para quienes no gustan de las matemáticas, gente que si a las 2:11 se les pregunta ¿qué horas son?, responden: las 2:10.

Para completar los diez puntos, incluiría algo tan peregrino como: “Establecer un correo único para enviar mi columna semanal. En Gmail, por ser el más utilizado”.

O algo con lógica vacía: “En caso de percibir que no se han completado los tres mil caracteres requeridos, inflaré el texto cambiando palabras flacas por gordas. Por ejemplo, “actualmente” en vez de “hoy”, o títulos completos por apellidos, pongamos: “el actual secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray”, en vez del mero “Videgaray”.

Puedo proponer un cambio de unidades: “De ahora en adelante, en denuncias de corrupción, no utilizaremos monedas nacionales o extranjeras, sino ‘Casas Blancas’, cuyo símbolo es CB y equivale a siete millones de dólares. Solo en hiperdesfalcos se utilizará el Moreirazo, ya que 1M = 400CB”.

Siempre hará falta un gesto de honestidad: “Procuraré no plagiar textos ni contratar negros, tal como han hecho algunos de nuestros laureados escritores. En caso de que mi columna se parezca mucho a otra, cruzo los dedos para que nadie lo note. Y si alguien lo nota, me excusaré diciendo que no soy servidor público”.

Además: “Fortaleceré los principios de buena ortografía y clara redacción. En este rubro, apelo al buen funcionamiento del revisor ortográfico de Word y el buen ojo de mi editor”.
“Igualmente enviaré a la Real Academia Española una amplia agenda de reformas para el lenguaje cotidiano”. Aquí incluyo puras reglas ortográficas que ya existen, pero que quiero hacer pasar por iniciativas mías, o sea, por toscanismos.


Al final de mi decálogo, algunas personas de pocas luces y amor por la televisión sentirán que, efectivamente, escribí mi columna semanal, y ni siquiera notarán que este “efectivamente” fue un mero vocablo de relleno. La gente más avezada sabrá que ni siquiera completé el decálogo ni mis tres mil caracteres de rigor, que además todo fue paja, puro bla bla para ganar tiempo mientras llega la siguiente semana, para mantener mi chamba de columnista, y que mis detractores se cansen de decir “¡Fuera Toscana!”.

sábado, 29 de noviembre de 2014

El gobernador impune


En la literatura encontramos criminales que amamos a pesar de sus actos. Quizás el más emblemático sea Rodión Románovich Raskólnikov, que le parte la cabeza a dos mujeres, y sin embargo los lectores nos solidarizamos con él, pues conocemos sus argumentos para delinquir y además vemos que también tiene un buen corazón: ayuda a la familia de un alcohólico y ama a su madre y hermana al punto de volverles la vida imposible. Al final, nos causa pena que le caiga encima todo el peso de la ley.

Pensemos ahora en un novelista que quisiera novelar a algún truhán de nuestros días: digamos que a un gobernador. ¿Cómo diablos haría para volverlo querible? La novela comenzaría más o menos así:

“En un estado del norte de la república y después de haber rebasado todos los topes de campaña, la cual financió con recursos de dudosa procedencia, el gobernador resultó electo o al menos manoseó los resultados en conjunto con las autoridades electorales locales para dar la apariencia de que ganó la elección”.
Ya empezamos mal. No parece muy querible el personaje. ¿Cómo convertirlo en héroe y no en villano?

En el capítulo dos vendría la tentación que siente el hombrecito por desviar los recursos y embolsarse una cantidad descomunal. Tanta es su ambición que al notar que las arcas estatales no se pueden exprimir lo suficiente, decide contraer una deuda mayúscula.
Raskólnikov se vuelve absolutamente humano luego de matar a la prestamista; se compadece del sufrimiento humano. Se postra delante de una prostituta. “No me inclino ante ti”, le dice, “sino ante todo el dolor humano”. Se une el alma buena de la pecadora con el alma ruin del criminal.

El gobernador no se postra ante nadie. Se siente protegido por el partido. Obliga a su tesorero a firmar todos los papeles para no mancharse él las manos. “Tú pagarás los platos rotos”, dice en una frase muy distinta a la de Raskólnikov. Más dinero, quiere más. Qué importa que no se manden los recursos a las escuelas u hospitales o a los ancianos en necesidad.

Llegamos al capítulo tres y no hay modo de que el lector se encariñe con el personaje. Así es que el escritor decide presentarlo en su vida familiar. Tal vez eso funcione.
Mientras Raskólnikov está obsesionado con el posible matrimonio de su hermana con un viejo de mala reputación, los hijos del gobernador presumen en los medios sociales sus viajes, coches, joyas y casas que compraron en Estados Unidos. El escritor no puede hacer bien su trabajo. Le es imposible provocar empatía entre personaje y lector.

Al final, Raskólnikov asimila su culpa. Busca la expiación. Va a Siberia. El título de la novela, Crimen y castigo, le cae como anillo al dedo. El gobernador se esconde. Niega su responsabilidad. Huye al extranjero mientras la prensa se olvida de él. Si hubiese un sentimiento de culpa, regresaría la fortuna que se clavó. Construiría un hospicio. Se entregaría a la autoridad. Pero no, en el último capítulo manda gente a robarse cualquier documento que pueda inculparlo. Se ríe de los ciudadanos muertos de hambre. Los considera unos imbéciles. Demuestra que el crimen paga muy bien.

La novela titulada El gobernador impune es un fracaso editorial. Llena de clichés. Nadie la lee. Queda en el olvido. Solo sirve para demostrar que hay pillos que no los quiere ni su propia madre.


sábado, 22 de noviembre de 2014

¿Qué nos enseña Polonia?

Hace alrededor de cinco años fue asesinado un policía en Polonia. Tuvo entierro de Estado. En la caravana al cementerio iban el presidente y el primer ministro. Este mes unos revoltosos hirieron a un policía; la secretaria de gobernación lo visitó en el hospital. La semana pasada corrió la noticia de tres diputados que amañaron sus cuentas de viáticos. El partido los expulsó de inmediato. Los electores agradecieron la reacción del partido y lo premiaron dándole el primer lugar en las elecciones de este domingo.

Cuando la gente me pregunta por qué me gusta vivir en Polonia, cuento anécdotas como éstas. Si les hablo del policía muerto, aclaro que en ese momento no portaba su uniforme, pues de lo contrario ningún malhechor se habría atrevido a tocarlo. También les comento que el asunto de los diputados no terminó con su expulsión del partido. Ahora la PGR polaca investiga el alcance del fraude y pronto les aplicará la ley. Si alguien tiene curiosidad por los números, aclaro que el diputado mayor se clavó doscientos mil pesos. O sea, nada, para los estándares mexicanos.

A su vez, los polacos no alcanzan a concebir la corrupción en México. Creen que exagero cuando les digo que Granier malversó quinientos millones de zlotys; suponen que miento cuando les aseguro que no es el más ratero de los gobernadores. Les parece una fantasía que la señora presidenta reciba como obsequio una millonaria casa. El asunto de Ayotzinapa, ni se diga, lo creen una fábula macabra.

Alguien dirá que en los años de la Segunda Guerra Mundial Polonia conoció horrores peores que el de Ayotzinapa, y éstos se siguieron dando durante cincuenta años de comunismo. Es verdad, solo que en el primer caso se tenía claro que el enemigo venía de fuera; en el segundo, los ciudadanos se negaron a aceptar el gobierno corrupto–comunista y, paso a paso, acabaron por tumbarlo en 1989.

¿Y quién lo diría?, el movimiento libertario polaco tuvo su mayor empuje con un líder sindical, que en México es símbolo de lo más rastrero y podrido. Lech Walesa recibió el Premio Nobel de la Paz, mientras que en 2013 Forbes nombró a Elba Esther Gordillo y Carlos Romero Deschamps los dos personajes más corruptos de México. Creo que hay una profunda diferencia entre estos reconocimientos.

Ahora que aparentemente se derramó el vaso en México, y que los políticos, en vez de reaccionar parecen tener más hambre de rapiña, debemos echarle un ojo a la historia reciente de Polonia. Los polacos transformaron un sistema más poderoso que nuestro débil Estado. Lo hicieron sin violencia, sin niñerías. Lo lograron con agallas y mucha inteligencia. Sí: mucha inteligencia. Y también, claro, haciéndole honor al nombre de su sindicato: Solidaridad.


Comparar México con la Polonia de 1989 tiene una falla: la diferencia en educación. A pesar de la censura comunista, los intelectuales y ciudadanos en general siempre empujaron para que hubiese libros, arte y humanidades, a veces libremente, a veces de modo clandestino. En un mundo educado, se conoce, respeta y modela la historia. Si en vez de asumir su rol histórico, Lech Walesa hubiese quemado una puerta o se hubiese robado un sifón de gasolina, tal vez el Muro de Berlín estaría tan firme como el año en que lo construyeron.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Su pacto y nuestro pacto

Trato de pensar en cosas librescas para escribir mi columna de hoy, pero me asaltan ideas y dudas bastante más terrenales.

En primer lugar está el pacto para combatir la corrupción y cerrar el paso a la impunidad que Peña Nieto pretende cuajar para evitar otro caso como el de Iguala. ¿De qué diablos estamos hablando? ¿Si los partidos no se toman de la mano habrá otra masacre de estudiantes? ¿Para respetar la ley hace falta un pacto? ¿Entonces de qué sirve la propia ley? ¿Al fin van a pagar su rapiña los priistas corruptos o solo la desleal Elba Esther?

Nadie como el PRI ha dominado el arte de la impunidad, así es que olvidemos nuevos pactos estatales porque el pacto social se estableció hace ya mucho tiempo: un Estado pone orden y seguridad, y los ciudadanos pagamos impuestos y mantenemos a los políticos en sus oficinas.

Y hablando de pago de impuestos… Hacienda está publicando listas de contribuyentes incumplidos. Muy bien. ¿Quién nos publica ahora una lista de gobernadores desfalcadores, funcionarios rateros, alcaldes corruptos, jueces parciales, diputados comisionistas? Seguro la lista sería más larga que la de los malos contribuyentes; y siendo así, un contribuyente incumplido no es sino un ciudadano que no se presta a pagar el salario, las prestaciones y las vacaciones de quien no se los ha ganado.

México tiene treintaidós gobernadores y alrededor de 2 mil 500 alcaldes. Sumen diputados federales y locales, regidores, tesoreros y demás puestos corruptibles, tal como tesoreros, secretarios de cualquier cosa, jefes de policía... Agreguen que los mexicanos no confiamos en nuestros funcionarios y respondamos ¿dónde habrá más incumplimiento? ¿Entre los políticos o entre los contribuyentes?

Los estudiantes que saben de páginas web y tienen infinita energía podrían formar una lista alterna a la presentada por Hacienda.

Ojalá Luis Videgaray recuerde que el diez por ciento del PIB se va en corrupción. ¿Qué tal si la reforma fiscal hubiese incluido un impuesto del 30% a los ingresos non sanctos, al moche directo, a la sustracción de las arcas públicas, desvío de fondos, escamoteo de cuotas sindicales, pagos desproporcionados a asesores que no hacen nada, a constructoras que levantan castillos en el aire?

No sé en qué quede el pacto de los partidos políticos. Pero el pacto que haremos nosotros, los ciudadanos, será no quedarnos callados, no dejar de presionar, no dejar de criticar. Un pacto para usar la palabra, pero también la acción. Todos los estudiantes de Derecho sabrán que marchar en las calles, alzar la voz es una forma digna de participar, pero también sabrán que hay formas más potentes de moldear un nuevo México. Ahí está la ley. Ustedes la conocen. Utilícenla. Presenten propuestas de leyes, denuncias en la PGR; convoquen a organismos y cortes internacionales. Diseñen mecanismos contra la impunidad.

El pacto que hagan los políticos será mero disimulo. El que hagamos nosotros puede funcionar.


sábado, 1 de noviembre de 2014

Tres escenas chilangas

Primera escena: fui a renovar mi credencial de elector en una lamentable sucursal del IFE en Tlalpan. Las filas salían hasta la calle. El edificio estaba sucio, deteriorado, no respondía a un diseño necesario para hacer cómoda la espera. Ahí sostuve esta conversación con uno de los empleados:

¿Por qué no avanza la fila?
Es que solo tenemos una persona para buscar y entregar las credenciales.
¿Y por qué no ponen otra?
Ahí hay un buzón para que se lo pregunte al IFE.
Segunda escena: ya con mi credencial fui a Coyoacán. Estoy comiendo un tamal oaxaqueño en la plaza. Se acerca un joven con una caja de cartón.
Soy estudiante de Ingeniería Química y hago estos jabones para ayudarme con los estudios.

Veo los jabones de distintas formas y colores. No compro ninguno.
Pero ahí en la banca de la plaza me puse a pensar. Si el empleado del IFE no me hubiese enviado al buzón, y en vez me hubiese dado otra explicación; si hubiese notado desde hace mucho tiempo que el sistema de trabajo es ineficiente; si en vez de excusa hubiese buscado una solución, entonces ese hombre un día sería el jefe de la oficina, otro día sería el jefe de sección, llegaría a ser director de servicios al público del IFE y quizás algo más. 
Pero no. Dentro de diez años, cuando renueve mi credencial, me lo encontraré en el mismo escritorio dando las mismas excusas en una oficina todavía más deteriorada.

También pensé que si el estudiante de Química me hubiese hablado de las bondades de sus productos, de por qué son mucho mejores que una pastilla suave cual crema limpiadora en forma de jabón, si me hubiese hablado de su composición e incluso me hubiese contado una mentira como “las mujeres se sienten irresistiblemente atraídas por el aroma”, entonces le habría comprado al menos uno.

Concluí lo que ya se sabe: una gran mayoría de mexicanos no tiene ganas de comerse el mundo. Recordé aquel cuento de Chéjov que se titula “Poquita cosa”. Mentira que el país esté para niños Gates. Claro que alguien puede acumular una fortuna mayúscula, pero no a través de la innovación, sino mediante otras mañas; o sea, criamos niños Slim Fast.
Tercera escena: me pasé a la librería Educal. Un guardia me dice que deje mi mochila y señala una ventana.

¿No me da la presunción de inocencia?
Yo no sé si vienes a robar libros.
Venía a comprarlos, pero mejor me voy a Gandhi.

El guardia, entonces, sale sobrando, pues no vigila sino que controla. En Gandhi sí me dejan entrar con mochila y yo, agradecido, compro un montón de libros.

Los defeños entregan en diversos negocios sus mochilas, bolsas y credenciales sin chistar; se extrañan de que yo me indigne y prefiera salir. Ya se acostumbraron a que los traten como ladrones. Tal como los viajeros nos acostumbramos a que nos traten como terroristas.


Pero mis escenas chilangas son pequeñeces delante de la escena nacional. Hoy lo relevante es que no hay Estado, no funciona el sistema de justicia, hablamos de 43 muertos aunque quizá sean 150 mil, los políticos ven la tempestad y siguen robando, los partidos quieren su hueso, se promueven reformas para que haya más rapiña y encima se vislumbra una buena crisis económica, de esas que sabe cocinar el PRI. Dios nos coja confesados.

sábado, 25 de octubre de 2014

Mundo tibio


Esta semana un autor inglés que responde al nombre de Nick Hornby dijo que había que quemar los libros excesivamente complicados o que se leen por puro esnobismo, que en las escuelas no había que obligar a los alumnos a leer lo que no quieren, que un libro debería ser como la televisión.

Los comentarios no son originales. Los dice cualquier pelmazo para justificar su rechazo a la lectura. Sin embargo, pronunciados por un autor de éxito, suenan más preocupantes. Son una justificación a la mediocridad. O quizás una invitación a que dejen las obras maestras y se pongan a leer las simplezas que seguramente ha de escribir el tal Hornby.
También es un apoyo al mundo editorial, que lanza incontables novedades en un intento por sepultar a los clásicos, pues éstos son menos rentables.

Además respalda la patanería de tanto maestro de escuela que apenas aprendió a balbucear. Cuán feliz se sentirá el tal maestro de disertar acerca de una infranovelita juvenil y no sobre Pedro Páramo.

Es verdad que la lectura puede ser un placer; pero también es cierto que la letra con sangre entra. Comer puede ser placentero, ¿pero qué madre respeta el gusto de sus hijos si solo quieren golosinas?

Si los matemáticos hablaran como Hornby dirían que no se debe presionar a los niños con los números, y basta con que lleguen a la tabla del diez. ¿Que los niños no disfrutan la historia? Entonces llenemos sus mentes con chismorreos de las estrellas. ¿Prefieren una biografía del Chicharito a la de Benito Juárez? No se preocupen; estamos para complacer a los chamacos.

Un columnista de El País se sumó al llamado de Hornby y puso una lista de diez títulos que considera muy complicados. Incluye maravillas como Don Quijote, Crimen y castigo, Guerra y paz, Paradiso, La Divina Comedia y Moby Dick. A su vez, algunos lectores de El País se pusieron a agregar más títulos, y acaso unos cuantos protestaron por la inclusión de Crimen y castigo en la lista de marras.
Quien quiera celebrar su ignorancia es libre de hacerlo. Quien quiera confesar que su cabecita consideró Cien años de soledad como algo demasiado complicado, hágalo; aunque en otros tiempos hubiese sido motivo de vergüenza. Quien guste ver la televisión siete horas al día, adelante. Pero no me digan que la escuela ha de ser un sitio para apapachar la brutez o, peor aún, para propiciarla.

En el siglo XIX, Matthew Arnold dijo que cultura es “lo mejor que se ha pensado y dicho”. Pero con el tiempo ha prevalecido una idea más antropológica que establece que cultura es todo aquello que hace el hombre. En esta generalización, acabamos por tenerle miedo a los juicios de valor. Así, ninguna manifestación cultural es superior a otra: solo son diferentes.
Y ya en este mundo tibio, vale más que alguien lea una facilona novela de Nick Hornby que El gatopardo. Vale más que disfrute a Los Bukis y no que se complique la vida con Bach. Vale más que se quede idiota y no que ejercite un poco las neuronas.

En la vida privada, que cada quien haga lo que quiera. Pero si aceptamos estas ideas en la escuela, ¿entonces para qué sirve una escuela?

sábado, 18 de octubre de 2014

El teatro de la vida

Allá cuando no había imprenta o cuando la imprenta era muy joven o cuando mucha gente todavía no sabía leer o escribir, la literatura se escuchaba. Y la forma más popular de escucharla era el teatro. Aun las lecturas o recitaciones públicas de un texto tenían elementos de teatralidad, pues cualquier buen lector hacía mucho más que mover los labios.
Mi espíritu aureosecular me inclina a pensar en Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz y otros de sus contemporáneos cuando pienso en teatro; y por supuesto también en Shakespeare.
De estos teatreros han salido muchas joyas de nuestro lenguaje, incluyendo la tan conocida: “¿Qué es la vida? Un frenesí./ ¿Qué es la vida? Una ilusión, /una sombra, una ficción, / y el mayor bien es pequeño; /que toda la vida es sueño, /y los sueños, sueños son”.
Palabras que por bellas, certeras y poderosas han influido incluso a la filosofía.
Hoy me quiero ocupar de un aspecto de este teatro: lo importante que podría ser en las escuelas para educar en la literatura, humanidades, retórica, lengua, memoria, socialización, dicción y otros tantos aspectos.
No soy un pedagogo para saber qué obras de teatro pueden asimilarse y adaptarse a qué edad, pero tampoco confiaría en que este asunto lo dictaran los pedagogos, que mayormente se han dedicado a tratar a los niños como pequeños idiotas sin criterio, waltdisneyizando buena parte de la infancia. Temas que aparecen regularmente en el teatro como la violencia, la muerte, la infidelidad, el engaño y los juegos de poder son perfectamente compatibles con una mente de seis o siete años. Quienes se quejaron de la muerte de la mamá de Bambi no lograron sino idiotizar un poco más a la siguiente generación.
Ya que mencioné unas líneas de La vida es sueño, imaginemos el trabajo que sería para unos chicos del sexto de primaria montar la obra. Sí: de sexto de primaria.
Hacer las pruebas para seleccionar los actores, en las que los alumnos son inevitablemente jueces y parte. Imaginar los escenarios y montarlos. Competir por los papeles principales. Asignarse los secundarios y de bulto. Memorizar las partes. Pulir la actuación mediante crítica de los propios compañeros. ¿Cómo debe expresarse tal o cual parlamento? ¿Con rabia o vergüenza o llanto? Encargarse de todos los aspectos de la producción, incluyendo la promoción de las presentaciones y, ¿por qué no?, de las finanzas tanto de gastos como de patrocinios y venta de boletos.
El proyecto sería para trabajar diariamente en él durante todo el año escolar. La calidad del producto final dependerá de muchos factores, tristemente incluyendo al maestro. Pero el mero hecho de mandarlos a una aventura artística e intelectual que busca exigir en vez de adormecer ya sería un triunfo educativo. Encima iluminarían a los padres asistentes al estreno, que ahora apenas están acostumbrados a obritas de tres minutos o al poema de Paquito.

Y si hablo del teatro del Siglo de Oro es porque también es importante tratar con ese lenguaje, ritmo y poesía. Al final, una representación de alguna obra maestra nos dejará también la enseñanza de que la vida es teatro, y el teatro, vida es.

sábado, 11 de octubre de 2014

Alta traición


Llegué a México este primero de octubre. Cuando tomé el avión en Cracovia se decía que los normalistas de Ayotzinapa se habían ocultado y poco a poco irían apareciendo. Con ese toque de optimismo, no pude evitar sentir que había aterrizado en un paraíso.
Uta, qué bien se siente uno en México. De inmediato se trata con agentes de migración humanos y amables, diferentes, supongo, de los que encuentran los migrantes de Centroamérica. Luego voy por unos tacos. Disfruto la carne de ínfima calidad, el olor de las tortillas recién hechas, salsas mágicas que todo lo vuelven delicioso. Recupero el modo familiar para hablar con desconocidos, las conversaciones espontáneas.
En la avenida Universidad un anciano tiene dificultad para abrocharse las agujetas; una mujer deja su prisa y se acuclilla para atárselas en una escena casi bíblica. A otra señora se le desfonda la bolsa de la basura y llegan tres mujeres a ayudarle. Veo otras escenas de solidaridad espontánea. Amo mi país, me digo.
Pero ni modo, también me pongo a leer la prensa, que me dice shakespeareanamente que algo está podrido en México.
En esta columna suelo hablar de literatura, de libros, del acto de leer, de mis autores preferidos entre los que suelo mencionar por sobre todos a Cervantes y Dostoievski, pues son dos autores que, más que en mi memoria, están en mi conciencia.
Pero hoy tengo en mi conciencia a los normalistas de Guerrero. Por sí sola, la suma de corrupciones, violencias, complicidades, incompetencias, injusticias, silencios, disimulos, distracciones, mentiras y represiones que llevaron a estos jóvenes a ser torturados, asesinados y calcinados es para indignar y atemorizar a cualquiera; pero además, estos asesinatos ya tienen el volumen de la gota que derramó el vaso.
Hay que recordarle a los gobiernos municipales, estatales y federal que la única razón de su existencia es cumplir con un pacto que comienza con la seguridad. No se trata de que se declaren con las manos limpias, pues en estas circunstancias la incompetencia no se distingue de la complicidad. Y sin embargo, como si estuviese realizando un excelente trabajo, el Estado se recetó un aumento de sueldo vía Hacienda.
Pese a lo que escribo, siento algo parecido a la felicidad por estar en México. Es un país seductor como mala mujer.
José Emilio Pacheco escribió en su poema “Alta traición”: “No amo mi patria./ Su fulgor abstracto/ es inasible./ Pero (aunque suene mal)/ daría la vida/ por diez lugares suyos,/ cierta gente,/ puertos, bosques de pinos,/ fortalezas,/ una ciudad deshecha,/ gris, monstruosa,/ varias figuras de su historia,/ montañas/ —y tres o cuatro ríos”.

Yo siento que sí la amo, pues desde fuera su fulgor abstracto se vuelve asible; pero apenas daría la vida por tres personas; nunca por un río. Por eso respeto y admiro a los que sí se están jugando el pellejo a las órdenes de un Estado ambiguo, y no los juzgo si un día se les pasa la mano.

sábado, 4 de octubre de 2014

El brazo de Don Quijote

Cuando don Quijote sale a correr aventuras, “apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, entuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer”, confiaba plenamente en sus propias fuerzas. Por eso, unas de sus metáforas preferidas se refieren a su brazo.

“Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda, y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba”.

O: “Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo”.

O: “Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quien quedaba obligado por la merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo”.

O: “La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo”.

O: “Quiero decir que los religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano y de los erizados hielos del invierno”,

En esta última cita se menciona el brazo junto con el arma. Tal como en esta otra: “Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y, cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza”.

Fuerza, valor, brazo, espada, lanza. Todo suena caballeresco. Y para andar en esas andanzas hacía falta una hombría que hoy se quiere emular con un dedo en el gatillo.

Hoy, a don Quijote y Sancho no los habrían apaleado unos desalmados yangüeses, sino que algunos desconocidos los hubiesen rafagueado, colgado, calcinado, degollado, dando por terminada la novela en el capítulo quince con una estética de mal gusto digna de nuestros días.

O acaso se habría agregado un apéndice con una antología de tuiteos mediante los que las autoridades dijeron lamentar el final del Caballero de la Triste Figura y su noble escudero. Sin faltar el que solicite esclarecer el crimen o exija todo el peso de la ley contra los responsables.



Aunque más bien creo que hoy Don Quijote habría terminado en el capítulo dos, apenas en su primera salida, porque nuestro Estado que no sabe enderezar entuertos, pero sí torcerlos más, habría visto un enemigo en el bizarro justiciero de La Mancha.

viernes, 26 de septiembre de 2014

El peso de la literatura

La semana anterior escribí sobre un pasado en el que se podía vivir en los hoteles, antes de que su precio explotara más allá de la inflación. Hoy pienso en otro de los personajes que habitaron hoteles casi de manera permanente: Leó Szilárd. El mundo recuerda a este físico húngaro como el padre del reactor nuclear y por haber redactado la famosa carta a Roosevelt que Einstein firmó, pues nadie mejor que Szilárd se dio cuenta de que con uranio se podía construir lo que, años después, Sting llama en su canción “el juguete mortal de Oppenheimer”. Yo ahora lo invoco por algo mucho más terrenal: su austero modo de vida. Cuentan los que lo conocieron que todas sus pertenencias cabían en tres maletas.

Y así quisiera ahora que me pasara a mí, pues me estoy mudando de Varsovia a Cracovia.

Dice la vieja consigna que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Yo creo que nadie sabe lo que tiene hasta que se muda.

Apenas ahora que estuve metiendo libro por libro en las cajas me enteré de algunas joyas que hay en casa. Hay libros en ruso, latín, griego, italiano, árabe, turco, francés, inglés, portugués y, por supuesto, en polaco y español. Estos últimos son los míos. Junto a la cocina tenemos otra biblioteca con libros de cocina. Son los que más placer me dan.

Los libros no se empacan a granel. Hay que ir acomodando uno por uno, con el canto hacia la pared de la caja. Si hay dos filas, los libros no deben tocarse canto con canto, sino lomo con lomo. La teoría funciona bien con enciclopedias o ejemplares de una misma colección. Pero lo cierto es que los editores suelen publicar en una enorme variedad de formatos. Así, empacar libros de manera compacta para que puedan apilarse hasta cinco cajas, ya resulta un trabajo artesanal. Mal llenada, la caja de abajo se vence ante los cien kilos que lleva encima y toda la pila se cae.

Los mudanceros prefieren atender gente iletrada, pues las cajas con frivolidades suelen pesar menos que las de libros. El libro suele ser lo más pesado que se tiene en casa. Los mudanceros aman el libro electrónico.

No tengo ediciones de gran formato, pero el par de las Haciendas de México pesa cinco y medio kilos. Eso mismo pesa por sí solo un libro sobre la Edad Media en Francia, dos sobre la civilización otomana y otro más sobre cultura oriental. Los libros de arte tienen mayor volumen y peso atómico que los de literatura. Hay poemarios de apenas veinte gramos. Así, debo mezclar géneros para que cada caja ronde los veinticinco kilos.

En las parejas armónicas, la biblioteca es un continuum de libros. Pero a la hora de un rompimiento puede darse una reacción violenta como la que proyectó Leó Szilárd. En cuestión de dineros, los bienes mancomunados pasan a ser mita y mita. No es tan sencillo dividir libros.

Tengo un amigo que perdió toda su biblioteca en un divorcio. Luego sus libros aparecieron en varias librerías de viejo. Con gran esfuerzo económico alcanzó a recomprarse un treinta por ciento.


Mañana vendrá el mudancero. Cuando arreglamos el precio solo me pidió que le hiciera una lista de muebles con sus dimensiones. “También tengo libros”, le dije, pero a él le dio lo mismo, pensando que tendría la colección de Harry Potter y tres libros de vampiros. “Métalos en una caja”, me dijo. Sé que acabará cobrándome el doble. Y yo le pagaré contento de que no haya sido el triple.


viernes, 19 de septiembre de 2014

Sous le ciel de Paris

Hotel Saint James, París
Con frecuencia me dan ganas de visitar París, pero me disuaden los costos de los hoteles. La última vez que estuve por allá, los gastos corrieron por cuenta de mi editorial francesa. Estuve en un modesto hotel y la tarifa diaria por dos personas fue el equivalente de 3 mil pesos por noche. Eso haría 90 mil pesos al mes, y resulta que no soy hijo de sindicalista.

En cambio, cuando leo novelas de antes del medio siglo situadas en París, es muy fácil encontrar personajes de bolsillos áridos que vivían permanentemente en hoteles.

El protagonista de El infierno, de Henri Barbusse, es un bajo empleado bancario que habita en un hotel. Su cuarto es viejo y algo empolvado, pero al menos tiene un tapete oriental y el servicio parece bastante cálido. Además, en la pared hay un hueco por el que puede mirar hacia la habitación de al lado, la cual, por esas cosas de la literatura, suele estar ocupada por mujeres hermosas.

En su novela Arco de Triunfo, Erich Maria Remarque tiene un médico refugiado sin empleo fijo que vive en un hotel en la avenida Wagram, detrás de la Place des Ternes. Hoy día, el hotel que mejor responde a esas señas anuncia que tiene habitaciones desde 373 euros la noche. O sea, alrededor de 6 mil 400 pesos.

Cuando eran dos aspirantes a la filosofía y las letras, Jean–Paul Sartre y Simone de Beauvoir rentaron durante al menos dos años un par de habitaciones en el hotel Mistral. Hoy, la renta diaria por esas dos piezas sería un mínimo de 6 mil pesos. En aquel entonces, Sartre se costeó su estancia con su sueldo de profesor de liceo.

A juzgar por lo que cuentan novelas y biografías, el hospedaje incluía los alimentos y alguna botella de vino.

Entiendo que París se ha inflado por razones turísticas, especulativas y fiscales, entre otras, pero con los hoteles ocurrió algo más. Han desaparecido aquellos que tenían viso de posada, atendidos por una propietaria que no aspiraba a volverse millonaria. La señal de que los hoteles no eran grandes negocios es que no había cadenas hoteleras. En aquel entonces, Paris Hilton sería la mucama.

Hoy, una persona con suficiente dinero para montar un hotel no está dispuesta a tender las camas de sus clientes.

Hubo una época en que si el cliente se molestaba, podía decir: “Quiero hablar con el dueño”. Hoy, si bien nos va, nos dejan hablar con el subgerente del tercer piso.

Por eso a los escritores nos borraron la fantasía de habitar durante meses en un hotel de  la rue fulané o mengané para escribir una obra maestra en tanto nos impregnamos de los aires parisinos.

Durante muchos años el ambiente intelectual bullía en los cafés de la Rive Gauche. Entre ellos estaba el muy longevo Café Procope, que ostenta con orgullo haber sido frecuentado por la crema y nata de la intelectualidad parisina; pero hoy la crema y nata de la intelectualidad no puede costearse una tarde en este café y ha de cederles el sitio a turistas y gente de sanas finanzas.

París se ha vuelto inaccesible incluso para los parisinos. Y sin embargo, como dice la chanson: “Paris sera toujours Paris, la plus belle ville du monde”. Y yo la miro como a una mujer codiciada y espero con paciencia que un día me abra los brazos.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Libros imaginarios

Francisco de Borbón se fugó de la prisión de Vincennes en 1848. Dos años después, cuando fueron arrestados el príncipe de Conti y el príncipe de Condé, se les preguntó qué libros les gustaría tener en su celda. El primero solicitó Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. El segundo dijo que prefería Imitación de Francisco de Borbón.

En la novela Rasero, de Francisco Rebolledo, el personaje central es un intelectual de la era de la Revolución francesa que escribe un libro titulado Por qué os desprecio. Se nos antoja infinitamente el texto de marras, pero nunca tendremos oportunidad de leerlo.

La lista de libros inexistentes es larga. Aparecen en la literatura de Borges, de Bolaño, de Stanislaw Lem… En fin, más vale que cada quien la complete con su memoria.

Además de libros ficticios, están los que nunca llegaron a escribirse por motivos naturales o violentos. ¿Qué habría escrito Kafka si llega a los ochenta años? ¿Qué habría publicado el buen Bruno Schulz si no le vuelan los sesos? ¿Acaso quien se iba a convertir en el más grande escritor del siglo XIX murió de viruela a los cinco años?

Aunque los campos de concentración dieron mucha literatura sobre campos de concentración, podemos preguntar ¿qué hubieran escrito en cambio esos escritores? ¿O acaso fue esa experiencia la que los volvió literatos? ¿Tadeusz Borowski habría sido escritor de no haber estado en Auschwitz? ¿Cuántos niños y jóvenes asesinados hubiesen tenido una vocación literaria?

Cuando leo la biografía de Cervantes me doy cuenta de cuán cerca estuvimos de quedarnos sin Don Quijote de la Mancha. Entre azares de la navegación, batallas, prisiones, intentos de fuga y más prisiones, el valeroso caballero andante pudo nunca ir más allá de una idea. Y aun escrita la primera parte, bien pudimos quedarnos sin la segunda.

Hace años se me ocurrió que quizás yo habría sido el mejor tenista del mundo, solo que nunca jugué al tenis. La idea no es tan peregrina. De haber nacido en la Unión Soviética, alguien se habría encargado de medir mis aptitudes para definir si habría de dedicarme al tenis, al box, a la caminata o al gulag; y según fuera el caso me comenzarían a inyectar sustancias mágico–deportivas o me pondrían a pan y agua.

Tengo una conocida que era nadadora olímpica en la camada de Kornelia Ender. Nadaba porque su cuerpo era adecuado para nadar, no porque hubiese sido su sueño de la infancia. Le dieron tantos esteroides que cuando el gobierno dejó de suministrarle sus ampolletas pasó a ser una mujer de magna obesidad.

En cambio, sería más difícil determinar quién tiene cerebro de escritor. Y vaya uno a saber qué sustancia habría de suministrarse por vía intravenosa para desarrollar dicha facultad. Hasta donde sé, no han funcionado el peyote ni el opio ni el LSD. Así es que por lo pronto la fórmula sigue siendo la clásica: leer, leer y leer. Luego atreverse a escribir.

Dice la vieja consigna que un hombre debe plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La mayoría termina más bien cortando un árbol, así sea indirectamente; engendra más de un hijo y, por suerte, no escribe libro alguno.

Y sin embargo, siempre queda la posibilidad de que no se dé a la luz la gran obra literaria de nuestros tiempos simplemente porque la mente que pudo concebirla no la concibió.