jueves, 26 de diciembre de 2013

Marcha fúnebre para el hombre común


Una de las formas musicales que menos me gusta es la fanfarria. Han sido populares entre la realeza europea y suelen sonar durante juegos olímpicos u otros eventos deportivos; también en desfiles militares y algunas campañas políticas. Lo mejor de la fanfarria es que suele ser breve.

Entre las más conocidas está la Fanfarria para el hombre común, de Aaron Copland. Comienza bien, pero se va desarticulando y termina con más ruido que música. Lo curioso es que alguien quiera celebrar al hombre común. O tal vez no sea curioso, pues la gran parte de los hombres que vienen al mundo son comunes, gente de dos fechas.

Más que la música, es la literatura la que ha homenajeado al hombre común: al empleado de oficina, al soldado sin valor, a la mujer sin rebeldía, al joven sin oficio ni beneficio. Esa gente de poca monta que de la mano de un James Joyce se convierte en obra maestra.

Y es que para la mayoría de los que vienen al mundo, lo más relevante que les ocurre en la vida es morirse.

En este año que recién termina habrán muerto unas cien millones de personas. Por mera estadística, suponemos China e India contribuyeron con al menos una tercera parte del total. Si suponemos que todo el mundo tiene nuestras costumbres, entonces son alrededor de trescientos mil velorios al día.
Dado que soy un mexicano común, o promedio, la Organización Mundial de la Salud me advierte que me quedan veinte años de vida.

Y como para los polacos la expectativa de vida es un tanto mejor, y aún más para las mujeres, he calculado que a mi polaquita le esperan veinticuatro años de viudez.

Así las cosas, recibo el 2014 con la fanfarria de marras para celebrar mi comunez y con la meta de llegar hasta el 2034. A ver si se puede. 

Y es que por más que cada fin de año se abran botellas, se brinde y se desee lo mejor y se tenga la expectativa de que el futuro es más brillante

que el pasado, es obvio que llega el momento cuando lo mejor ya quedó atrás, cuando sumar es restar. Los brindis, entonces, se vuelven una ironía. ¿Para qué voy a brindar

en el paso del 2033 al 2034? ¿Para que mis libros se vendan póstumamente? ¿Para que me compren un féretro de caoba? ¿Para no dejar deudas a mis herederos? ¿Por mi madre, bohemios?

Lo cierto es que me gustan más los adagios, réquiems y la música fúnebre que las fanfarrias. Aunque nunca voy a solicitar caprichos en mi funeral, opino que no hay mejores notas para acarrear un féretro, bajarlo al foso y echarle tierra que la música que Henry Purcell le compuso al cadáver de la reina María II hace más de tres siglos. Un bombón de mujer que murió a los treintaidós años, edad a la que es trágico morirse.

Si soy un mexicano promedio y muero a los setentaidós, entonces no será una tragedia. Estaré haciendo lo que la probabilidad y la OMS esperan de mí.

No me queda sino planear para estos veinte años que me quedan. Y por lo pronto advierto a lectores y editores que pueden esperar entre cuatro y cinco libros más del Toscana. Así sea.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Compre libros, no los regale

A casi nadie se le ocurre regalar zapatos, pues son objetos que responden a un gusto muy personal y a una talla aún más particular. La lectura también tiene matices muy personales, y sin embargo a alguna gente le da por regalar libros.

Para acertar al regalar un libro hace falta conocer bien a la otra persona, saber qué libros ya tiene y estar inmerso en el mundo de la lectura. Además, es poco emocionante recibir libros, pues no hay secreto: es obvio lo que hay debajo del envoltorio.

Tengo arrumbados varios libros que me han dado en Navidades pasadas. En su momento, algunos parientes me han regalado porquerías como Amor, de Leo Buscaglia o El código Da Vinci o, para colmo, un cacharro de Paulo Coelho. “Espero que no lo tengas”, me dice el pariente de marras. Y yo quiero decirle que estaba muy feliz de no tenerlo; pero le doy las gracias. Luego están al pendiente de si lo hojeo, comienzo a leer las primeras páginas o simplemente lo pongo ahí junto a los calcetines que me dio una tía.

El colmo de la descortesía es cuando en el siguiente encuentro me preguntan si ya lo leí y qué me pareció. Es difícil mentir.

Sin duda debe ser complicado acertar al regalarme un libro, pues ninguno me interesa en la lista de los cien más vendidos de Amazon.com. De la lista de Amazon.es solo he leído El principito y nada me atraen los otros noventainueve. En los setentaicinco más vendidos de Gandhi, encuentro siete que ya leí, sesentaisiete que no me interesan y solo uno que apuntaré en mi lista: Muerte súbita, de Álvaro Enrigue.

De hecho, uno de los que menos me interesan es el que está en la primera posición: Los 11 poderes del líder, de Jorge Valdano.

Ya una vez había comentado que mi hermano deliberadamente me regala el peor libro imaginable. Según sé, esta Navidad me enviará una biografía de algún andrógino por el que se vuelven locas las adolescentes.

Ahora no estoy armando un caso a favor de la buena literatura, pues ésta puede resultar un peor regalo.

Imaginemos a un tío ilustrado que decide regalarle al zoquete de su sobrino una colección de clásicos. Entonces hay dos posibilidades. La primera y más probable es que los libros se apolillen o terminen en una librería de viejo. La segunda, que el sobrino se enamore de la literatura. Así, el tío le habrá robado la posibilidad de llegar a ser un empresario de éxito o un político con madera de presidente, y en cambio lo convertirá en un clasemediero siempre inconforme con el estado de las cosas; pero eso sí, capaz de declamar para sí mismo algunos versos de Quevedo.

Pero si comoquiera usted decide regalar un libro a alguien fuera de su círculo de intimidad, vaya a la sección de libros de mesa de centro. Esos son pesados, suelen ser caros y muchas veces están en inglés. Dan el gatazo. Si la otra persona es letrada, elija el libro entre las novedades; si es de ideas cortas, obséquiele un álbum de Andy Warhol o de Roy Lichtenstein; son cosas que entenderá fácilmente y hasta se tragará el cuento de que es arte.

Pero ya que anda en la librería, mejor autorregálese lo que más le guste y pase después por cualquier licorería a comprar un regalo navideño que siempre será bien recibido.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Rollo

Ya se sabía que nuestras escuelas no funcionan. Los resultados de PISA solo confirman el hecho con cierta precisión. La reacción por parte de Emilio Chuayffet ha sido armar un discurso político para demostrar que no hay interés ni estrategia ni ideas para solucionar el problema.

“Actualmente se instaló la Conferencia del Sistema Nacional de Evaluación a cargo del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación, con consultas internas para proponer perfiles, parámetros e indicadores genéricos y complementarios para docentes, directivos y supervisores educativos, además de firmarse treintaidós convenios marco para la implementación de la reforma”.

También pronunció esta joya de pieza oratoria:
“La reforma educativa es de todos y para todos, no queremos leyes de letra muerta ni prácticas gobernadas por la fuerza. No es pieza oratoria ni pensamiento, es acción, verbo y mandato”.

Y, por si nos quedamos con hambre de más banalidades:

“En la entraña del federalismo mexicano yace un mandato de cooperación entre los distintos niveles de gobierno que tenemos la concurrencia en la labor educativa”.

El barco se hunde y no hay propuestas de acciones. Desde hace un año este gobierno tomó las riendas y apenas convoca a reuniones para ver qué vamos a hacer. El mismo Chuayffet lo reconoce así:

“Si bien los resultados retratan algunos progresos en la educación que se imparte en las aulas mexicanas, también es cierto, lo sabemos todos, que las cifras mostradas no concuerdan con lo esperado y sí recuerdan la magnitud del reto y constatan que el tema de la enseñanza debe ser prioridad en la agenda del gobierno, como lo dijera el presidente Peña el primero de diciembre del año pasado”.

En efecto, ya pasó poco más de un año y el barco se ha hundido un poco más. La SEP, en vez de un líder que tome las riendas de la educación, está encabezada por un político que va a convocar mil reuniones con la participación de montones de personajes que van a enturbiar más las aguas. La cosa es dar la impresión de que se trabaja. Entonces tendremos notas como:

“Se instaló el Foro de Planeación Educativa con la participación de autoridades, maestros y padres de familia”.

Y dentro de unos años tendremos otra baja de calificaciones y un alza consecuente en los índices de bienestar. Y otra vez, a hablar de la magnitud del reto que tenemos por delante y de la prioridad de la educación en el gobierno de nuestro señor presidente.

Según el último informe de la OECD, México necesita 65 años para alcanzar los niveles promedio de lectura de los países miembros. Vaya uno a saber cómo se calcula esto. ¿Se espera que en esos años el promedio baje o México suba? ¿Se espera que algo cambie en la educación mexicana? Si uno mira las tendencias, solo puede esperarse que México esté en peor situación dentro de esos años.

Cualquier avance en la educación tendría que poner la propia educación como prioridad. Pero “prioridad” es una palabra de discurso, no de acciones. Las acciones hoy están en otro lado.

Yo le agradezco el entusiasmo a toda esa gente que participa en un bando u otro de la reforma energética. Pero entre un barril de petróleo y un buen libro, primero hay que sacar las uñas por el libro.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Maestros con M de Mediocre

Ahora que se dio el choque entre sindicatos de maestros en Oaxaca, el gobernador Gabino Cué, en sintonía con la sección 22, advirtió que los estudios realizados con la sección 59 no tendrían validez oficial.

La frase implica algo absurdo. Un niño que resuelva perfectamente los problemas matemáticos de un examen, redacte sin faltas de ortografía, narre con claridad todo lo relevante sobre la historia de México y tenga buena noción de sus derechos como ciudadano habría de repetir el año porque acumuló dichos conocimientos bajo los auspicios de un sindicato non grato.

Es también un llamado a la ignorancia, pues le dice a los niños: Mejor ni se esfuercen, criaturas, porque no les vamos a valer nada. Más vale iletrado con la 22 que docto con la 59.
Es, a fin de cuentas, el derecho que se toma el Estado para supuestamente educarnos. Para decir qué, cuándo y cómo aprendemos. Pero bien sabemos que el Estado ha reprobado en su intento, sincero o no, de impartir educación.

Ya no se trata de sindicatos ni de maestros, ni siquiera de escuelas. Sino de cuán obsoleta es la idea de arrear a un grupo de alumnos, encerrarlos con un maestro y dividir el día en asignaturas como Español, Matemáticas, Historia, Geografía y Ciencias.

Los propios especialistas en educación, al menos los que asesoran a la SEP, son dignos de reprobación. Basta ver los libros de texto para darse cuenta de que esperan muy poco de los alumnos. El sistema está hecho para la mediocrización, para valorar más la obediencia que la creatividad.

Un amigo mío educó a su hijo desde los pañales. Le declamaba poemas del Siglo de Oro. En vez de tonterías de Walt Disney, se sentaba con él a ver álbumes de grandes artistas plásticos. Escuchaban música clásica. Resolvían problemas de lógica.

Pero cometió el error de mandarlo a la escuela cuando cumplió seis años. El pobre niño vivía regañado por sus maestras, castigado. Se aburría infinitamente. Nadie le respondía sus preguntas, pues no eran “para su edad”. Una vez llamaron al padre porque el niño decía cosas muy feas, y el padre les explicó que se trataba de un poema de Góngora. Terminaron enviándolo con un sicólogo.

En otras épocas el niño habría sido un genio. Hoy fue un desadaptado.

Y es que hoy no hay que correr sino andar al paso de todos. Se silencian los solistas porque el villancico más simplón se canta en coro. En vez de utilizar un modelo científico, la educación se ha empeñado en seguir fórmulas que conducen a la mediocridad.

Con el método científico, la cosa funcionaría con cuatro sencillos pasos:
  1. Seleccionar a cien sujetos de inteligencia y cultura sobresaliente.
  2. Rastrear las actividades y, sobre todo, las lecturas que los convirtieron en lo que son, tomando en cuenta a qué edad hicieron y leyeron cada cosa.
  3. Formar una antología de dichos procesos y lecturas.
  4. Recetarla a los niños con mínima intervención de los maestros.
Eso se hace en el deporte y en los negocios: copiar las mejores prácticas. Por ahí tiene que venir cualquier reforma educativa. ¿Para qué echarle aceite a una máquina desbielada? La escuela debe transformarse desde su raíz. Ninguna educación va a funcionar si se pone al maestro en el centro y al libro en la periferia.


La mediocridad requiere maestros; la excelencia necesita lecturas.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Dios Poeta

Mi inclinación por el Siglo de Oro hace que prefiera por sobre todas las Biblias la Reina–Valera de 1602. Por esas fechas en España se hablaba el español de Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope.

Tanto Casiodoro de Reina como Cipriano de Valera comprendieron que la palabra de Dios tenía su fuerza en la poesía. O, dicho con fe: Dios era poeta.

Un lector contemporáneo puede leer desde el inicio ciertos anacronismos, como decir “haz” en vez de “faz”, o un curioso “la tierra estaba desadornada”, cuando hoy pensamos en “desordenada”. La ortografía está lejos de seguir las reglas de hoy. Tenemos “vazia” por “vacía”, “dixo” por “dijo” y los ejemplos son masivos.

¿Eso estorba? Al contrario, tal lenguaje le da al texto la autoridad de un clásico que ha sobrevivido los siglos, le da su tono de texto sagrado, le da su dosis de verdad, pues nada es tan verdadero como lo bello.

Hoy circula un inane mamotreto llamado Biblia: Traducción en lenguaje actual, que debería titularse Biblia sin poesía.

Alguien habrá concluido con cierto grado de razón que los lectores de hoy tienden a la imbecilidad. Ese alguien, conocido como Sociedades Bíblicas Unidas, pensó como editor y no como religioso. O sea, pensó en vender un libro y no en salvar almas.

Pongo algunas breves comparaciones del libro de Proverbios, pues ahí es clara la intención poética del creador.

Reina–Valera dice: “El que guarda su boca, guarda su ánima; mas el que abre su boca tendrá calamidad”. Mientras la otra dice:El que cuida lo que dice protege su vida; el que solo dice tonterías provoca su propia desgracia”. Caramba, estos tipos cambian una sentencia divina por un consejo de la abuela.

Reina–Valera: “La esperanza que se alarga es tormento del corazón; mas árbol de la vida es el deseo cumplido”. En cambio la biblia sin poesía nos da este mamarracho: “¡Qué tristeza da que los deseos no se cumplan! ¡Y cómo nos llena de alegría ver cumplidos nuestros deseos!”. Peor que una canción de la OTI.

El proverbio que en Reina–Valera dice: “Las puertas se revuelven en su quicio, y el perezoso en su cama.”, lo convierten a formato de chistorete: “¿En qué se parece el perezoso a la puerta? ¡En que los dos se mueven, pero ninguno avanza!”. Así, con signos de admiración, casi animándose a escribir el empalagoso “jajaja”.

Las Sociedades Bíblicas Unidas comercializan el libro como La Biblia para todos, y suponen que si el lector no asciende a la palabra, la palabra debe degradarse para llegar al lector. Extraño que no hagan caso al proverbio 26:4, que ellos escriben como “No te pongas al nivel del necio, o resultará que el necio eres tú”.

Tanto que se esmeró Dios en componer sus versos para que llegaran unos traductores populistas a desangelárselos.


El quid del asunto es que al lector de esta biblia no le hace falta la poesía. Solo quien no tiene alma puede vivir sin poesía. Quien no tiene alma nunca irá al cielo.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Despotrique

Cuando era ingeniero industrial, el trabajo más sencillo lo encontraba en las empresas ineficientes. Bastaba con pasearme por el área de manufactura para identificar los cuellos de botella, las operaciones que se duplicaban, las tareas que debían integrarse, las que debían dividirse y las que debían eliminarse, los puntos donde se generaban defectos y desperdicio, y donde existía riesgo de accidentes.

Entre peor fuese la situación de la empresa, más fácil era alzarse como héroe. De la noche a la mañana, los números rojos se podían volver negros, y esto se lograba con un poco de colmillo, creatividad y sentido común.

El análisis de tiempos y movimientos, teoría de colas, simulaciones por computadora, sistemas a prueba de error y demás linduras de la ingeniería industrial se dejaban para las empresas que ya eran eficientes y querían alcanzar un nivel más alto. Aquí había que cuidarse de implementar algún cambio aparentemente bueno, pero que acabara por fastidiar la producción o a los obreros.

En cambio, había que ser un ingeniero muy despistado para empeorar la situación de una empresa casi inoperante.

Ya imaginará el lector para dónde voy con este prólogo.

Pero no quiero hablar ahora de todo el gobierno y todo el país, sino apenas de la educación.
Lo más importante para dirigir esfuerzos es tener una brújula, una misión, un objetivo, una definición de sí mismo.

La SEP tendría que verse como una corporación que fabrica niños y jóvenes ilustrados, y trabajar en consecuencia.

Tratar de alcanzar al corto plazo los niveles de Finlandia nos sumiría en la inactividad, pero bastaría pasearse por las aulas, conversar con un grupo de alumnos de secundaria y notar su incapacidad para expresarse oralmente o por escrito, para proponer algunos ajustes al sistema de educación.

Ahora la fábrica de ilustrados funciona tan mal, que no hacen falta linduras pedagógicas ni grandes inversiones para diseñar e implementar algunas reformas; bastaría un poco de colmillo, creatividad y sentido común.

La situación es tan mala que de veras hay que ser muy despistado para empeorarla. Y sin embargo, vamos a velocidad constante por ese camino. Este sexenio la SEP fabricará una cantidad récord de de infrapensantes.

Y no hay escapatoria, pues las autoridades piensan que su función es regentear maestros y no enriquecer alumnos.

Si a los directivos de la SEP les encomendáramos una planta de automóviles, su reforma automotriz nada tendría que ver con nuevos modelos, motores más eficientes o autos más seguros. Se ocuparían en domesticar al sindicato, controlar y evaluar el entrenamiento de los obreros, reglamentar las promociones y aumentos de salario; y una vez conseguido esto, se sentirían triunfantes así salgan los autos abollados, sin ruedas y de chispa retardada.


Pero como nadie de los de arriba va a leer esta columna, y como nadie en la SEP va a ocuparse de veras por los alumnos, entonces mis palabras no pasan de ser un mero despotrique.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Pólvora mojada


Otra vez leí Un puente sobre el Drina. Una vez más sentí asombro y envidia por esa novela que cuenta la historia de un puente que es la historia de un pueblo que es la historia de los Balcanes que es la historia de los imperios.

Me regodeé otra vez con mis subrayados e hice otros más. Creo que mi preferido es un párrafo que bien podría ser epígrafe para los cuentos de Eduardo Antonio Parra.

“Pero es por la noche, solo por la noche, al revivir e inflamarse los cielos, cuando se revelan la infinidad y la fuerza poderosa de este mundo en el que el hombre se pierde, sin tener conocimiento ni de sí mismo, ni del lugar al que ha ido, ni de lo que quiere o debe hacer. Solo por la noche se vive verdaderamente con serenidad, por largo tiempo; solo por la noche no existen las palabras que comprometen para toda la vida, ni las promesas mortales, ni las situaciones sin salida, con el breve plazo que corre y se escapa inexorablemente, y con la muerte o la vergüenza como único término y posibilidad de escape. Sí, por la noche no sucede como en la vida diurna, en la que lo que se dice una vez permanece irrevocable y convertido en ineludible promesa. Por la noche, todo es libre, infinito, anónimo y mudo.”

Y en términos más extensos, mi preferido es el capítulo quince. Al igual que amo el capítulo quince de El desierto de los tártaros, aquél en el que el teniente Angustina se deja morir luego del extremo heroísmo de haber marchado con unas botas que le machucaban los pies y dejando una frase a medias. “¿Qué querías decir, Angustina? Te has marchado sin terminar la frase; quizá era algo absurdo e insignificante, quizá una absurda esperanza, quizá incluso nada.”

Pero volviendo al quince del Drina, ahí tenemos la historia de un tuerto, pobre diablo, ingenuo y fracasado que se emborracha por cortesía de quienes lo torturan con sus burlas. Una oscura madrugada de invierno sus compañeros de juerga lo azuzan para que camine sobre el pretil del puente. Él, entre resbalones, cantos y bailes, va poco a poco avanzando, mientras el lector está seguro de que caerá a las aguas heladas del río.
Al final, llega al otro lado del puente sano y salvo, y Andrić convierte la travesura de borrachos en algo glorioso. Nos cuenta que los niños que a esa hora iban ya a la escuela “no podían comprender el juego de las personas mayores, pero en su memoria quedó grabada para toda la vida, junto al perfil de su puente natal, la imagen del Tuerto, de aquel hombre conocidísimo en la ciudad, el cual, tras una extraña transformación, ligero, transportado como por arte de magia, dando saltitos atrevidos y alegres, caminó por donde estaba prohibido caminar y llegó adonde nadie había llegado jamás.”

El que sepa de literatura sabrá que aquí hay una celebración por el ser humano y hay que alzar la copa porque derrotamos la imposibilidad de venir al mundo.

Pero ojo. Si usted tiene el libro, tache las últimas dieciocho palabras finales del capítulo y termínelo como yo lo escribí arriba. Verá la diferencia entre lo sublime y la versión floja de un excelente traductor, pero que derramó el agua cuando la pólvora estaba a punto de estallar.


viernes, 8 de noviembre de 2013

Cien años de soledad


Para un escritor es siempre una bajeza aceptar que forma parte de una moda. Si hoy le preguntamos a un joven autor por qué escribe sobre el narco o sobre vampiros, difícilmente responderá que sigue lo que está en boga. En cambio, no le costará trabajo decir que rechaza las modas.
Mi generación tuvo como moda denostar el realismo mágico. Se le acusó de absurdo, como vender al extranjero una falsa imagen sobre América Latina, y algunos autores alcanzaron notoriedad insultando a García Márquez. A pesar de que lo leímos con admiración, hoy es casi imposible encontrar un escritor que mencione a García Márquez como una de sus influencias.
Se le dio la espalda de tal modo al realismo mágico, que por puro miedo se le cerró la puerta a algo esencial: la imaginación. Y entonces nos llovieron narraciones fielmente históricas y peroratas de personajes cínicos que no se dejan tocar por el mundo, meras autobiografías defensivas.
Así es que, como lector pasado de moda, ayer terminé de leer, quizá por quinta ocasión, Cien años de soledad. Y otra vez quedé asombrado. Qué maravillosa novela. Y, sobre todo, qué bella novela.
La volví a leer porque quiero aprender algunas cosas del maestro. Sin duda el realismo mágico, o esa naturalidad con la que ocurren cosas sobrenaturales, se agotó con la generación de García Márquez, pero eso es apenas una fracción de lo admirable en esta novela.
Detrás de Cien años de soledad hay un mago del tiempo y de las historias. ¿Cómo se pueden contar tantísimas anécdotas que ocurren durante un siglo en tan poco espacio novelesco? La narración, además, anticipa el futuro y salta a pasados cercanos y remotos con tal naturalidad que nunca sentimos un bache.
García Márquez también es genio para crear personajes. No digo para inventarlos, sino para crearlos. Con unas cuantas pinceladas, sin necesidad de farragosas descripciones, pone al menos veinticinco personajes sustanciosos, de carne y hueso, en su novela.
Sus parlamentos no tienen desperdicio. Cuando el narrador calla para que hable un personaje, es porque tiene algo que decir. Algo breve y contundente.
Es un prosista excepcional. En la frase larga le da al español un ritmo y una tersura tan placenteros que invita a leerlo en voz alta.
Es un virtuoso del adjetivo. Los usa en racimos, pero nunca se siente un abuso. Así sean comunes, regionales o garciamarquecinos, le dan al sustantivo o a la frase una vida perpetua y feliz.
Nos vive dando lo que no esperamos. Sorprende con la historia y con la frase. Sus personajes se la pasan diciendo y haciendo lo que no esperamos. Por ejemplo, cuando Amaranta dice: “No seas ingenuo, Crespi, ni muerta me casaré contigo”.
Aunque está muy lejos de la novela de suspenso, el lector está lleno de curiosidad y devora las páginas para saber qué va a pasar.
Sobre todo, García Márquez es algo que muy pocos escritores llegan a ser: un artista. Es mucho más que un hábil contador de historias. Aprovecha todas las posibilidades de la novela para crear una experiencia estética y espiritual. No ve en las palabras una herramienta sino la esencia de su arte. Tiene un mundo interior lo suficientemente rico como para no pedirlo prestado.
Señalar Cien años de soledad con el virus del realismo mágico es perdernos de una obra maestra. Hace falta mucha mediocridad para no querer aprender del gran maestro latinoamericano. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

Beis ¿qué?


Muchos traductores españoles son inmisericordes con los lectores latinoamericanos. Traducen con la jerga de su barrio sin tomar en cuenta que el libro circulará desde el Bravo hasta la Patagonia.
Algunas escenas eróticas se vuelven incomprensibles. ¡La va a matar!, piensa uno, cuando en realidad se la están pasando de maravilla.
Lo que resulta condenable, es que ciertos traductores se encierren en un orgullo que les impide aceptar su ignorancia sobre ciertos temas y, en consecuencia, sobre el lenguaje para hablar de ellos. Por lo pronto me voy a referir al beisbol o béisbol o, como le decimos nosotros, beis–bol, con dos acentos, igual que decimos fut–bol.
En Los rateros, de Faulkner, “baseball bats” está traducido como “palos de pelota base”. Si bien, en este libro, lo que molesta es que el traductor Jorge Ferrer–Vidal parece siempre saber mejor que el propio Faulkner lo que debe decirse. Como por arte de magia, un simple “Get away” se convierte en “Estáte quieto y lárgate”. Y “Boon came jumping through the door” se vuelve “Boon, saltando como un loco, entró por la puerta”.
La versión en inglés deja claro que el hombre dio un solo salto para salvar un escalón; en la versión en español el tipo está brincoteando. Y de este modo el señor Ferrer–Vidal, que dios lo tenga en su gloria, nos vive dando gato por liebre en cada frase.
Pero volviendo al beis–bol, tenemos en Una oración por Owen un florilegio de ridiculeces. La traductora, en vez de aceptar que no tiene ni idea del juego, se lanza al ruedo sin preguntarle a algún conocido caribeño por el nombre de las cosas. Veamos parte de su glosario:
Swing at the ball—Bascular ante la llegada de la pelota.
Little League—Liguilla escolar.
Base on balls—Base con toques de bola.
Batter’s box—Emplazamiento del bateador.
Home plate—Base de meta.
Los juegos se vuelven imposibles de seguir, pues cuando el mánayer da la orden de batear, la traductora dice: ¡Balancea! Cuando la bola va al jardín central, ella le llama diamante.
En Día de la Independencia, de Richard Ford, tenemos en inglés: “…whenever she tells him she loves him there’s an asterisk after ‘love’ (like Roger Maris home run title)”. Es un comentario simpático, pues siempre que se habla del récord de jonrones de Roger Maris hay un asterisco que nos indica que lo alcanzó en 162 juegos, mientras que la marca anterior la había logrado Babe Ruth con solo 154.
Esto no lo entendió el traductor o el editor o supusieron que no lo entenderíamos los lectores o solo pensaron en los lectores españoles y les valió que en este lado del mundo hubiese muchos beisboleros, así que borraron por completo el comentario.
El colmo del atraco llega cuando en un juego de bateo de feria, la versión original nos dice (though, of course, there is no flag, only the pitching machine itself and the protective netting, behind which is a sign that says ‘Home run?’). Mientras que en español solo dice: “(aunque, claro, no hay bandera)”. Como no sé qué significa lo demás, mejor lo borro.

Más respeto para el lector, señores traductores.

sábado, 26 de octubre de 2013

Avérchenko

Arkadi Avérchenko sería un clásico de la literatura si hubiese aprendido a terminar sus cuentos. Era un ruso de sobrio y contundente sentido del humor que en 1925 perdió la vida luego de perder el ojo a los cuarenta y tres años. Su prosa es astuta, sus situaciones degeneran hasta la sinrazón, sus diálogos son muy divertidos, pero al final resuelve sus tramas con alguna simpleza. Al final, el lector se queda con la satisfacción de la risa o la sonrisa, pero no con el éxtasis de una epifanía, como sería el caso de Chéjov.
Aunque no suelo reír, los textos de Avérchenko son de los poquísimos que me hacen soltar ese resoplido de nariz que puede entenderse como risa.
Hoy me puse a releer uno de sus cuentos, titulado “Mexicano” o, mejor dicho, “Mejicano”, pues la traducción se hizo en España en 1921. Trata sobre un fallido donjuán que, para abordar a una bella mujer en una plaza pública, inicia así la conversación:
“¡No comprendo a esos mexicanos! ¿Por qué andan siempre a la greña? ¿Por qué se pasan la vida derribando gobiernos, matando presidentes y sustituyéndolos con otros? ¿Por qué vierten sin cesar torrentes de sangre? No acierto a explicármelo. Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila. Es un derecho elemental, ¿verdad, señora?”
Seguro que la idea le viene a Avérchenko porque en esos días llegaban al otro mundo noticias sobre la Revolución y bastaba conocer un poco de historia para saber que los presidentes solían llegar a Palacio Nacional por el sufragio de las balas. Pero, palabras más, palabras menos, hoy se podría decir lo mismo:
“¡No comprendo a esos mexicanos!”
Y, por supuesto:
“Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila.”
Otro cuento del libro se titula “Los ladrones”, que trata de un hombre que conversa por teléfono con un par de rateros que le están robando la casa. Los ladrones le mencionan lo que piensan robar y calculan que en el mercado negro no habrán de obtener más de cincuenta rublos por la mercancía. El dueño de la casa les ofrece decir dónde tiene escondidos 115 rublos a cambio de que no se lleven nada ni hagan destrozos. Pero solo habrán de llevarse cien, pues “los quince restantes me los dejarán para gastos urgentes”. Al terminar la llamada les pide que cierren la puerta con llave y revisen si el reloj sigue andando.
Aunque en su primera publicación fue sin duda un texto absurdo, hoy no podemos dejar de compararlo con una extorsión telefónica. El final feliz del relato se da porque Avérchenko creía en algo que en México ya dejó de existir: el ladrón honrado.
En otros cuentos, Avérchenko se ocupa de un sistema de justicia que no es tan justo y de la persecución a los periodistas.
Al principio, pensé que sólo quería leer “Mejicano”, pero el libro me sedujo y volví a leerlo por completo. Es la tercera vez que lo hago. De nuevo resulta que cosas escritas hace cien años me hacen pensar en el presente. Cosas escritas en Moscú y Praga me hacen pensar en México.

Así es que debo reconsiderar la primera frase de esta Toscanada. Avérchenko sí es un clásico. Hay que avisarle a los editores.

viernes, 18 de octubre de 2013

Cristo economista

En Polonia la palabra preferida de los comercios es “mundo”. La zapatería “El Mundo del Zapato” se encuentra frente a “Zapatos del Mundo”. Lo mismo pasa con “Cocina del Mundo” y “Mundo de la Cocina”, y así nos vamos con todos los mundos que se puedan imaginar. Por eso no me extrañó que mi novela El último lector la publicara la editorial “Mundo del Libro”, que luego cayó en manos de una empresa alemana conocida como “Imagen del Mundo”, o sea, Weltbild.
Esta compañía tiene algo curioso: hace un par de años se reveló que la iglesia católica germana posee el cien por ciento de las acciones y que durante años uno de sus principales ingresos ha venido de publicaciones eróticas y pornográficas.
Usé el adjetivo “curioso” porque no quiero lanzar un juicio moral. Me parece bien que la Iglesia se busque medios de sustento más allá de pasar la charola. Ya sabemos que en algunos países nadie les da una moneda, así que han de ponerse a fabricar cerveza o regentar negocios de venta por catálogo o sacar de noche a las monjas o vender sus bienes. Hay quienes se espantan de que muchas iglesias cristianas se estén convirtiendo en mezquitas; pero esto no es nuevo. Comenzó con la caída de Constantinopla.
Quizás Cristo no estaría de acuerdo con estos manejos financieros, pues nunca tuvo inclinación por la administración de empresas. Por eso dio patadas a los cambistas del templo y al rico le dijo que vendiera todo y lo entregara a los pobres. Esta última es la peor fórmula económica. Repartamos el dinero equitativamente y mañana todos estaremos en la miseria. Si la Iglesia entregara su dinero a los pobres, mañana dejaría de existir.
Al describir la batalla de Guanajuato en 1810, el historiador Lucas Alamán dijo: “Ese día se perdieron muchas fortunas, sin que por eso un solo pobre pasara a ser rico”.
Cristo parece invitar a una hambruna mundial cuando dice: “Miren las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, el Padre celestial las alimenta”.
Aquí saca un cero en economía y otro cero en ornitología, pues cada pajarraco vive en una guerra diaria por conseguir alimento mientras cuida que no se lo coman a él. Mamá y papá pájaro sufren lo indecible para traer comida al nido donde unos polluelos pilladores exigen su diario alimento. Los únicos padres celestiales son los avicultores que echan alimento a los pollos para luego torcerles el cuello.
Conocemos bien otro mal consejo del mesías: “Y por la ropa, ¿por qué se preocupan? Observen cómo crecen los lirios del campo; no trabajan, ni hilan; pero les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de éstos.”
Estoy seguro de que Salomón vistió mucho mejor. También estoy seguro de que Cristo sí se preocupó por su vestido; de haberse cubierto con trapos viejos, nadie hubiese echado suertes para quedarse con ellos. Sea como sea, éste es otro consejo que el mundo entero se pasa por el forro, pues en cuestión de ganarse la vida no nos educa el Nuevo Testamento, sino el Génesis.

Y sin embargo, por ingenua que sea su visión económica no es ni mejor ni peor que la de algunos secretarios de Hacienda.

viernes, 11 de octubre de 2013

Hombros de gigantes


En un gesto de modestia que a veces tienen los genios, Isaac Newton dijo que él estaba parado sobre hombros de gigantes. Esta metáfora, atribuida a Bernardo de Chartres, significa algo muy certero: los científicos han venido acumulando conocimiento a través de los siglos y cada uno comienza su carrera con la estafeta que le legaron sus antepasados.
Un físico de hoy sabe más que el propio Newton sobre la inercia, la aceleración o atracción gravitacional, si bien es probable que por sí mismo nunca hubiese podido descubrir alguna ley del movimiento.
Hoy cualquier aplicado niño de primaria sabe más sobre la circulación sanguínea que Galeno. Aunque ya casi nadie sepa identificar constelaciones, cualquier neófito sabe sobre los astros algunas cosas que Ptolomeo nunca imaginó. Un matemático bien entrenado conoce, y quizás entienda, la solución de varios de los problemas con los que David Hilbert retó a la comunidad matemática en 1900.
Me gustaría decir que en el mundo del arte también podemos montarnos en los hombros de gigantes, pero no. A veces parece lo contrario: que esos gigantes nos pisotean.
Y es que según seamos músicos, pintores, arquitectos o escritores, podemos decir que el clímax de nuestra actividad se alcanzó hace cien, doscientos, quinientos o tal vez dos mil años.
El arquitecto de hoy prefiere olvidar a sus clásicos. Ya no lee a Vitruvio en la universidad y se olvidó de que el hombre es la medida de todas las cosas. Visita alguna ciudad antigua y mira los edificios con admiración y envidia, pero no pretende emularlos. Acepta su derrota desde que comienza a dibujar los planos. Tiene como excusa los costos, los materiales, la mano de obra no calificada, el maligno espíritu de Bauhaus, y acaba por diseñar una mamarrachada que más valdría no construir.
El compositor llora con Mahler, Bach, Verdi, pero son genios que se daban en otras épocas. ¿Quién va a ponerme hoy una orquesta de setenta músicos para estrenar mis partituras? Además, los padres de hoy no son como Leopold Mozart. Más vale afiliarse a la sociedad de compositores y hacer baladas para alguna cantante de falda corta.
Un astrónomo lee hoy el Almagesto con sana curiosidad. En cambio, un escritor lee la Odisea o Don Quijote o Los hermanos Karamazov con reverencia, con la certeza de presenciar lo inalcanzable, y ante el pisotón de los gigantes opta por seducir lectores de imaginación igualmente ajada con historietas de policías y ladrones.
Cada año, los premios Nobel de ciencia van a personas que en algo superaron a sus antepasados. No podemos decir lo mismo sobre los de literatura.

Por supuesto estoy haciendo una comparación trucosa, pero que sirve como obertura para una discusión eterna. Armas y letras, comparó Cervantes, o quizás lo hizo don Quijote, y sin duda el manco de Lepanto se sentía más orgulloso de su espada que de su pluma, o quizás era don Quijote. Alguien dirá que no se comparan peras con manzanas, pero sí puede y debe hacerse, en sabor, cáscara, precio, peso, dulzura, forma y muchos aspectos más y gracias a eso decidimos comer una u otra, o una después de otra o preparar un coctel o desechar ambas.

viernes, 4 de octubre de 2013

Rúbrica


El pasado fin de semana estuve en Besanzón para un festival literario. El programa del evento pedía que me presentara en el pabellón principal para firmar libros de nueve de la mañana a siete de la tarde. Esto debe ser un error, me dije.
Dormí hasta las diez, me puse a pasear por la ciudad y luego fui a comer. Finalmente me paré en el pabellón como a las tres de la tarde. Me sorprendió ver al menos a cincuenta escritores sentados ante modestos escaparates en la acción o disposición de firmar libros.
¿Dónde estabas?, me preguntó mi librero en turno y me condujo a mi lugar. Al principio, me sentí una estrella, pues ante mi ausencia matutina se había acumulado un puñado de lectores toscanianos. Pero pronto mi fila desapareció.
Para agudizar mi orfandad, me habían sentado entre dos escritores policiacos: el escocés Ian Rankin y el noruego Gunnar Staalesen. Ambos tenían una inagotable fila de lectores y pilas de libros en francés. Mis tres libritos se perdían entre las dos cordilleras.
Aunque he jurado que nunca escribiré una novela policiaca, en ese momento mi conciencia se llenó de dudas.
“Veo que te han traducido como diez libros”, le dije a Rankin en un raro momento en que se quedó sin admiradores. “Diecisiete”, me respondió. Y pronto llegó otra ola de buscafirmas rankianos. “Dale mis saludos a Paco Taibo II”, me dijo en otro respiro.
Esquivo las firmas de libros porque son para estrellas, no para autores ignotos que se sientan a esperar con gestos de desamparo. Frente a mí había una escritora francesa que en actitud de merolico trataba de atraer lectores. Saludaba a cualquier paseante y lo atrapaba con un discurso sobre las maravillas de su libro.
Ante mi intención de huir, el librero me llevó un trozo de Comté y una botella de vino jaune. Tenga para que se entretenga. Entonces me sentí el más mimado de los escritores y preferí tomar las cosas con ironía. Me puse a cantar Largo al factotum, esa parte que dice “uno alla volta, per carità”.
No estoy seguro de por qué la gente quiere firmas. El libro no vale más. En su mayoría, las dedicatorias son automáticas y repetitivas. Se mencionan nobles sentimientos como el “cariño” o la “amistad” a gente que no se conoce.
Una vez firmé un libro a una señora y ella me regañó: “Es lo mismo que me escribiste en tu novela anterior”. Otra simplemente me dijo: “No me gustó. Escríbeme otra.” Entonces pensé que ojalá algún editor publicara un manual titulado Antología de dedicatorias de libros. Creo que ahí me daría por plagiar hasta a autores que no admiro. “Es pésimo novelista”, diría sobre él, “pero dedica muy bonito”.
Hay escritores que ante una modesta fila de diez o doce lectores alargan la conversación con cada uno y diseñan elaboradas dedicatorias. Así, al final dicen: “¡Uf, pasé dos horas firmando libros!”

De a pocos o de a muchos, a los escritores nos gusta firmar libros. Es una constancia de que ese ejemplar llegó a los ojos de un lector. Además, estamos en terreno seguro: ante lectores agradecidos o al menos interesados. Es muy difícil que alguien nos diga: “Por favor dedíqueme su porquería de libro”, aunque a veces ocurre.

sábado, 28 de septiembre de 2013

Fantasía

Nada me echa a perder tanto el desayuno como que alguien me quiera contar un sueño. Por interesante, significativo o vívido que le parezca a la otra persona, prefiero que me dejen untar la mantequilla en paz.
Digamos que en una reunión familiar un primo o cuñado dice: “Les voy a contar algo que no me ocurrió, pero hagan de cuenta que les digo la verdad”, y se lanza a relatar que quisieron asaltarlo, pero él golpeó a los criminales y los hizo poner pies en polvorosa, y para colmo pretende alargar su narración hasta varias horas con detalles sobre la luz del sol en ese atardecer. Creo que muy pronto perdería la atención de sus parientes.
Pensemos que en el noticiero nocturno el conductor confiesa en un arranque de sinceridad: “Damas y caballeros, hoy redactamos noticias al capricho de nuestros patrones, así que no esperen la acostumbrada desinformación sino francas mentiras”. El rating iría a la baja. Creo.
¿Por qué, entonces, hay gente que quiere enterarse de las aventuras de un caballero andante que no existió o de un estudiante de San Petersburgo que asesina a una prestamista si ni el estudiante ni la prestamista existieron? Ni los Buendía ni Macondo existieron, ¿entonces por qué han de interesarnos cien años de peripecias de la susodicha familia?
La respuesta es digna de varias páginas o varios libros, pero no nos hace falta a los que amamos la literatura. Y sin embargo, una mayoría de personas diría: “Es que a mí no me interesan ni los tales Buendía ni el señor don Quijote. No me gustan las ficciones. Prefiero la realidad”.
No saben que la ficción puede ser el mejor de los mundos. Suele ser más emocionante, reveladora y, a veces, más real que la realidad.
Imaginemos que hay una lata vacía de cerveza en cierta calle sin tráfico. Yo me coloco en la banqueta entre dos árboles y le pido a otra persona que patee la lata.
Solo alguien con el alma muerta pensará: “He aquí que estoy en la calle pateando una lata de cerveza hacia Toscana”.
Lo normal es que imagine una portería entre los árboles, que Toscana se convierta en un guardameta, la lata en un balón y la calle en Maracaná durante la final de la copa mundial en el último minuto cuando el partido está empatado.
A quienes abogan por la realidad suelo ponerlos a prueba con la siguiente fábula:
Supongamos que se aparece el diablo y te ofrece una noche con una mujer espectacular, bellísima y amante perfecta. Pero, advierte el diablo con su costumbre de meterle un truco a todo lo que propone, al día siguiente no vas a recordar nada.
O bien, dice el diablo, te ofrezco que nada ocurra, pero te meteré a esa mujer y esa erotiquísima noche en forma de recuerdo y siempre creerás que en verdad ocurrió.
En este caso, aún quienes desairan las ficciones, suelen elegir la ficción.
Vaya uno a saber qué hay en eso que llamamos fantasía, pero a los niños les gusta tenerla en la cabeza. Y los niños son felices.

Y algo de esa felicidad me toca cuando voy a la inexistente Comala de la mano del inexistente Pedro Páramo y atestiguo cosas que nunca ocurrieron.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Falso y verdadero

El escritor argentino C.E. Feiling 
Hace años leí una reseña en el New York Times. No recuerdo de qué novela se trataba ni quien era el crítico, pero se me quedó grabado lo siguiente: El reseñista comienza hablando bien de la trama y los personajes, menciona cuánto le estaba interesando la historia ubicada en Nueva York. Luego comenta que el personaje viajaba en la línea tal del metro y hace un trasbordo a la línea fulana.
“¡Cualquiera sabe que entre esas dos líneas no hay correspondencia!”, comenta el reseñista pobre diablo. “A partir de ahí, ya no disfruté la novela, no podía quitarme de la cabeza esa pifia o mentira.”
La mentecatez del crítico es magna. Con esos criterios, La última cena de Leonardo da Vinci sería una porquería porque así no era como se cenaba en la época de Cristo o porque el Cristo parece más italiano que judío. Y ni se diga de tantas crucifixiones que buscan más una expresión estética del dolor que una realidad histórica. Mi favorita, la de Mantegna, está muy alejada de una intención documental o histórica.
Y sin embargo, los historiadores y críticos mentecatos les están ganando la partida a los novelistas. Señalar un “error” en una novela es motivo de satisfacción para el lector y de suma vergüenza para el escritor. Umberto Eco habla de que cuando se tienen millones de lectores, siempre habrá algunos que tengan un dato que él no tuvo. Esta gente ociosa le ha recriminado que en El péndulo de Foucault su personaje no haya visto un incendio que justo en la fecha indicada en la novela ocurrió por tal y cual calle de París.
Más aún, son numerosos los escritores que se jactan de la investigación histórica que hicieron para poder escribir su novela.
El escritor argentino C.E. Feiling me contó que nunca terminaba de escribir una novela sobre Leopoldo Lugones porque siempre había más que investigar. Una vez que Feiling entrevistaba a William Golding le contó sus penurias y Golding le respondió: “¿Para qué investigas tanto? ¿Acaso no tienes imaginación?”. Muy pronto Feiling publicó la obra que parecía interminable: Un poeta nacional.
Que la imaginación y el arte le otorgue mayor autoridad a la historia tiene tres ventajas para el escritor: la primera es que hay más lectores dispuestos a leer verdades que fantasías; la segunda, que es más fácil tomar prestado de la historia que crear un mundo; la tercera, que un escritor puede encargar todo el trabajo duro a sus mancebos.
La ventaja para el lector es que puede hablar de lo que leyó con la suficiencia de un historiador. Haga usted la prueba. Lea La fiesta del Chivo y Cien años de soledad, y verá que la novela de Vargas Llosa le da mucho más material de conversación.
Nadie, excepto García Márquez, pudo contar la historia de Macondo; nadie, salvo Rulfo, nos pudo llevar de la mano a Comala; pero incontables autores, testigos o no, han narrado la vida en el Gueto de Varsovia.

En estos días en los que el autor se convierte en el embajador de sus propios libros, tendemos a olvidar que las novelas tienen un narrador, y que este narrador, por respeto al arte, tiene derecho de mentir, engañar, imaginar, soñar, enviar al drenaje las verdades históricas que le obstruyan la belleza. Y el autor no tiene por qué salir a la defensa de su narrador.