No dejo
de gozar las prestaciones del internet. Estoy leyendo un pasaje más del diario
de Dostoyevski. Habla de la exposición mundial de Viena en 1873 y de las obras
rusas que participaron. Menciona, entre otras, Los cazadores, de Vasili Perov y Los amantes del canto del ruiseñor, de Vladimir Makovski.
Cuando
leí el diario hace veinte años, me conformé con lo que Dostoyevski tenía que
decir. No conocía una obra ni la otra, así es que había que imaginarlas o
meterse en alguna exigua biblioteca regiomontana en la que sin duda no tendría
álbumes de Makovski ni de Perov.
Hoy doy
unos teclazos, miro los cuadros y, aunque nunca será lo mismo que apreciarlos
en alguna galería, puedo convertir el monólogo de Dostoyevski en un diálogo. Ahora
sí, mi querido Fiodor, sé de lo que me estás hablando cuando mencionas al
mentiroso, al crédulo y al burlón en Los
cazadores. Hasta puedo, con algunos retoques, transportar a los tres
personajes a una cantina y convertir el cuadro en una escena mexicana.
Hace
veinte años, me pasé de largo cuando Dostoyevski hablaba de un cuadro titulado,
según el traductor, Los marineros. A
partir de que imaginé unos personajes en un barco, no pude hacerme una imagen
mental de la obra. Hoy sé que se refería a Los
barqueros del Volga de Iliá Repin, o mejor traducción sería Los sirgadores del Volga. Entonces recordé
su canto, aquel que siempre aparecía en los antiguos dibujos animados cuando
alguien se enfrentaba a un trabajo duro y prolongado. Lo busqué en Youtube y
encontré varias versiones. Escuché la del Ejército Rojo.
Ayer
comencé a leer Sebastopol, de
Tolstoi. Apenas en la primera página me detuve. Primero fui a Wikipedia a leer
sobre Sebastopol. Luego me pasé a Google Maps para pasear por sus calles, ver
edificios de la época.
Decidí
que no estaba ese día para Tolstoi y pasé a Chéjov: Historia de mi vida. Nunca la había leído.
El buen Chéjov me había malacostumbrado y siempre me dio pereza leer sus textos
si pasaban de cincuenta páginas. Este tenía 170. Lo leí de corrido hasta las
tres de la mañana. No me hizo falta ninguna consulta en internet. Acaso me dio
curiosidad cuando el personaje dijo que su mujer cantó una canción de
Tchaikovski, y citó un verso: “¿Por qué te amo tanto, noche clara?”.
Me di por
vencido sin intentarlo, pues pasaría la noche ensayando traducciones de ese
verso hasta dar con la música correcta.
No sé cuánto
tardé la primera vez en leer el diario de Dostoyevski, pero sé que lo leí de continuo.
Ahora me estaré deteniendo en cada dato o información que despierte mi interés
más allá de las palabras de su autor.
La
literatura no está en peligro con el internet. Lo que se volverá obsoleto es la
nota al pie de página. El propio lector es el que pone en la balanza su
curiosidad, decide si deja pasar la frase “Al anochecer llegamos a Yaroslavl”,
como la mera idea de arribar a un sitio, o si quiere averiguar dónde queda tal
ciudad, cuántos habitantes tiene, cómo era en la época de la narración, qué
personajes ilustres ahí nacieron o vivieron.
Si
hubiese ido a una escuela antigua, sabría si a escribir notas al pie se le
llama podoanotar o anotapodizar. Ahora no lo sé; pero habré de buscarlo en
internet.